Por Indira Rojas


I

Mónica acaricia los cabellos del anciano con sus manos forradas en guantes protectores. Se llama Carlos y tiene COVID-19. Mónica es su enfermera. “Todo estará bien”, le dice. El paciente aspira con esfuerzo el oxígeno que envía una máquina. Apenas llega un hilo de aire a los pulmones. Mónica sabe que la sangre de Carlos pierde oxígeno lentamente. Los doctores deciden prescribir un cóctel de sedantes. Los fármacos no curan la infección respiratoria, pero amainan el dolor y la angustia. Mónica administra los medicamentos y se queda un rato más. “Tranquilo, no estás solo”.

Cuando la enfermera deja la habitación, desecha el equipo de protección individual. Son las 6:30 de la mañana. Termina la guardia nocturna que comenzó hace 10 horas. En el puesto de control quedaron los tortitas y el chocolate caliente, ahora frío, que ella y su compañera de guardia no tuvieron tiempo de disfrutar. Fue una noche larga, pero Mónica dice que pasó muy rápido. Cuando Carlos comenzó a ahogarse, el vecino que dormía en la cama contigua apretó el botón de emergencia. Las enfermeras escucharon el llamado por los altavoces y no pararon hasta que llegó el relevo. 

Mónica trabaja en un hospital al norte de Madrid, España. Su piso está dividido en tres partes para atender a los pacientes contagiados con el nuevo coronavirus. Mónica y su compañera son las dos enfermeras del Control C, el último puesto al final del pasillo. Tienen 24 pacientes en 8 habitaciones. En los cuartos hay una tercera cama, donada por un hotel. Cada enfermera atiende a 12 personas. Carlos no es paciente de Mónica. Está asignado a su compañera. La enfermera, con apenas un año de experiencia, está tan nerviosa al verle perder el aliento que se queda inmóvil. Mónica decide ayudarla. “Hala, vamos, que sí se puede”. 

Carlos usa una mascarilla de alto flujo para evitar la hipoxemia, la disminución anormal del oxígeno en la sangre. Con la mascarilla pueden controlar las concentraciones y presiones de oxígeno de acuerdo a lo que necesite su cuerpo. Pero no mejora. El Ministerio de Sanidad español advierte que este mecanismo de ventilación no invasiva es útil porque “disminuye la necesidad de intubación”. Pero “el fallo del tratamiento es elevado”, según lo que se ha observado en otras enfermedades, como el MERS-CoV.

En las infecciones por coronavirus, la respuesta inmunitaria de las personas más vulnerables puede ser exacerbada, explica el inmunólogo Félix J. Tapia. Esto puede causar muerte celular masiva en los pulmones, “lo que resulta en infecciones severas, síndrome de dificultad respiratoria aguda e incluso la muerte”. Los pulmones se llenan de líquido y no pueden oxigenarse .

Mónica deja a Carlos casi dormido por los fármacos. De vez en cuando abre los ojos. Ha visto casos en los que los pacientes mejoran después de la sedación, al relajar el cuerpo y el sistema respiratorio. Llega a casa y recibe un mensaje de sus compañeras. Carlos ha muerto.

Al llegar a casa, Mónica debe bañarse y ponerse ropa nueva antes de saludar a sus hijos.

Al llegar a casa, Mónica debe bañarse y ponerse ropa nueva antes de saludar a sus hijos.

II 

Mónica trabajó diez años en residencias para personas mayores. Cuidaba los grandes dependientes, aquellas personas que por demencia senil u otra enfermedad perdieron la capacidad de valerse por sí mismos. Les ayudaba a comer, a vestirse, a bañarse. Por las mañanas, cuando entraba a las habitaciones, les decía a modo de juego que venía a morderles la nariz. Las personas en las residencias morían pocos años después de su ingreso. Ella iba a los funerales. Los llamaba “mis abuelos”. Los médicos y las enfermeras suelen decir que trabajan para salvar vidas. Mónica entendió que su tarea era diferente. 

En sus primeros años en los geriátricos, la muerte de un paciente la dejaba triste durante días. Le había dedicado horas de cuidado e igual había partido. Mónica entendió que ella no estaba allí para retrasar lo inminente. Lo que sí podía hacer por ellos era darles atención y compañía. Hacerles saber que no estaban solos. “Fueron muchos años trabajando junto a la muerte”. El encuentro se repite en las habitaciones de aislamiento para pacientes con COVID-19.

Pero el nuevo coronavirus trajo otras emociones: la situación abruma. Mónica y sus amigas enfermeras hablan en un grupo de WhatsApp sobre los videos de empleados sanitarios españoles que ruedan por las redes sociales, en los que lloran. Los graban contando que no pueden más, que están desbordados por la cantidad de pacientes que ingresan y mueren, por la falta de equipos de protección, por las jornadas interminables, por el miedo a contagiarse. Eso también es la COVID-19. La sensación de perder el control. 

672 personas fallecieron en España por COVID-19 el martes 24 de marzo de 2020, el mismo día que Carlos murió. El principal autor del Atlas Nacional de Mortalidad en España, el profesor Miguel Ángel Martínez, dice que la COVID-19 es ya la primera causa de muerte en España. Según las últimas cifras de mortalidad del Instituto Nacional de Estadística español, el nuevo coronavirus le ha quitado el puesto a las enfermedades circulatorias, que en 2018 causaron 331 muertes diarias. 

Madrid es zona tomada. El espacio ferial Ifema es ahora un hospital de campaña. El Palacio de Hielo es ahora una morgue de 1.800 metros cuadrados. En la televisión española, los periodistas hablan con asombro de las muertes en los centros para personas mayores. Superan los mil solo en Madrid. Para compensar, dicen que “no todo son malas noticias”. Transmiten un video viral de un señor mayor dado de alta y reseñan la historia de un jugador de rugby que se ha convertido en conductor  de ambulancias. 

Mónica lee a una compañera en el chat. Cuenta que llora todos los días al llegar a casa. Así se desahoga. Así se permite continuar un día más. Otra insiste en que el problema es muy grave, que será difícil salir de esta, que todos se contagiarán. Mónica la evade. “Esta es la alarmista”, piensa. No es lo que quisiera leer. Mónica se identifica con las que dicen que intentan pasar la jornada sin mezclar sentimientos. “Yo aparco las emociones. No quiero ser cien por ciento consciente de lo que se está viviendo. Si así fuera, creo que no podría con la presión. Cuando pase todo esto me tengo prometido llorar cada soldado caído, cada aplauso, cada guardia agotadora, cada día de distancia familiar. De momento, valentía y fuerza es lo único que me permito”. 

El Colegio Oficial de Psicología en Madrid puso en marcha un programa de intervención psicológica dirigido a las enfermeras y otros profesionales sanitarios que atienden pacientes con COVID-19. Explican que pueden sentirse indefensos porque no pueden tener control sobre todo y hasta habrá momentos en los que sientan culpa. La sobrecarga de trabajo y el miedo constante al contagio conducen al personal a altos niveles de estrés.

Mónica deja de leer los mensajes que llegan a sus grupos de WhatsApp. Acompaña a sus hijos a ver Disney Plus y come gomitas ácidas con forma de gusanito, mientras su esposo prepara algo de cenar. Busca la última temporada de su serie favorita, el anime japonés Shingeki no Kyojin. Prefiere ver titanes comiendo humanos que noticias en la televisión.

Los familiares de los pacientes llaman para saber cómo está su pariente porque no pueden visitarlo.

Los familiares de los pacientes llaman para saber cómo está su pariente porque no pueden visitarlo.

III

Mónica retira las mascarillas de oxígeno y cualquier conexión con aparatos médicos. Quita las vías intravenosas. Llama a los celadores de guardia, que se ocupan de los traslados de los pacientes. Traen una bolsa sanitaria. Es impermeable, del tamaño de una persona adulta. Introducen el cuerpo. Lo rocían con lejía. Cierran la bolsa. La suben a una camilla metálica, que luego deberá ser desinfectada. Los celadores abandonan la habitación camino a la morgue del hospital.  

El manual de procedimientos para el manejo de los cuerpos de personas con COVID-19, publicado por el Ministerio de Sanidad español, dice que están permitidas las visitas de los familiares más cercanos al fallecido, siempre que usen el equipo de protección. Pero en la práctica esto no sucede. Los médicos no quieren arriesgarse a propiciar más contagios. El manual es explícito: “El cadáver puede constituir un riesgo biológico”. “El cadáver debe ser transferido lo antes posible al depósito después del fallecimiento”. 

El manual explica que “no hay evidencia de transmisión de SARS-CoV-2 a través del manejo de cadáveres”. El riesgo de exposición es bajo. No obstante, la experiencia con otros virus respiratorios indica que los cuerpos “podrían suponer un riesgo de infección para las personas que entren en contacto directo con ellos”. 

Mónica no sabe si Carlos tenía hijos, o nietos, o hermanos. Recuerda a su primera paciente grave, una mujer de 91 años que solía sentarse al borde de la cama cuando perdía el aliento. En aquel entonces, la COVID-19 recién se declaraba pandemia y las visitas de familiares todavía estaban permitidas en el hospital. Más de una vez dejó pasar al hijo de aquella mujer, vestido con el traje protector. Cuando Mónica fue trasladada al segundo piso de la unidad de enfermedades infecciosas, cinco días después de haber comenzado a trabajar en el hospital, dejó de atenderla. Pero preguntaba por ella a sus compañeras. Un lunes por la mañana le dijeron que había fallecido durante la noche. Esta vez, su hijo no pudo ir a verla.  

Mónica piensa en Vicenta, una de las pacientes que llegó a conocer bien en las residencias para ancianos. Le escribe a su hija al WhatsApp. Le pide que cuando termine la cuarentena y vaya a verla, le envíe saludos de su parte. La hija responde: “Vicenta nos acaba de dejar esta noche”. Mónica da su sentido pésame y no hace más preguntas. La familia no podrá velarla como a Vicenta le hubiera gustado. Según instrucciones de la Sanidad Mortuoria, están prohibidos los velatorios de personas fallecidas por COVID-19.

En tiempos de COVID-19 las despedidas quedan pendientes. Eso que es natural entre nosotros desde los tiempos de las cavernas, ahora está fuera de orden. Científicos sugieren que la solemnidad ante la muerte se remonta hasta nuestros ancestros neandertales. La psiquiatra venezolana Diana Rísquez dice que los pasos importantes de la vida pasan por rituales. De una manera, más o menos religiosa, marcan la transición a una nueva etapa y contienen el miedo, la incertidumbre y la angustia. Los rituales de despedida, como los funerales, ayudan a los dolientes a manejar la pérdida. Y nos recuerdan que la muerte es un acontecimiento colectivo: nadie escapa de ella. 

Una doctora en Milán contó al diario Il Giornale que los pacientes ruegan que les digan adiós a sus hijos y nietos cuando saben que van a fallecer. Después de leer su relato, un grupo de militantes del partido demócrata de la zona 6 de Milán creó la iniciativa "El derecho a decir adiós". Compraron una veintena de tabletas, que repartieron en un hospital milanés, para que las personas mayores pudieran comunicarse con sus familias por videollamada. En España, en la comunidad de Valencia, el equipo que trabajó en la elaboración de la Ley de la muerte digna está estudiando cuál es la mejor forma de que las familias de los contagiados graves puedan despedirse de sus afectos. Pero no todos en Europa tienen el mismo enfoque. En los Países Bajos, la filosofía es que los ancianos no vayan a los hospitales. Consideran que “llevarlos a morir” allí es inhumano porque están aislados y solos, e implica más riesgo de contagio y de saturación del sistema. 

Mónica dice que las llamadas de pacientes a familiares son pocas y cortas. Quienes están en hospitalización tienen celulares y también teléfonos en la habitación, pero los que requieren mascarillas de oxígeno no pueden hablar. Los que sufren por la fiebre apenas tienen fuerzas para comunicarse con los suyos. Y los que ingresan a las unidades de cuidado intensivo no tienen consigo sus celulares. 

Las familias de pacientes con COVID-19 también están solas. Se enteran por una llamada que su pariente ha muerto. La última vez que lo vieron fue el día que lo dejaron en el hospital. Esto puede desencadenar lo que los psicólogos llaman duelo complicado. El dolor y la tristeza del deudo no disminuye conforme pasa el tiempo. No puede concentrarse. Piensa constantemente en el familiar fallecido. 

Como nunca los conocen, las enfermeras aprenden a reconocer los familiares de sus pacientes por la voz. Mónica recibe llamadas todo el día y toda la noche. Personas que preguntan por sus padres, madres, abuelos, tíos y tías. Es insuficiente lo que puede decir. "Buenas tardes, le informo que su padre está delicado, pero hacemos todo por ayudarle. La información médica tendría que contarla vuestro doctor". Del otro lado, el familiar se queja porque no le llaman. 

Mónica insiste a los doctores que dediquen a cada familia, al menos, 5 minutos. Pelea con los que se niegan a dar información por teléfono. Ellos argumentan que no es correcto ni seguro, porque no se sabe quién está realmente al otro lado. Mónica replica que la COVID-19 ha creado una situación extraordinaria. “Tienes que cambiar protocolos. ¡Las familias esperan esa llamada! Están ansiosos. Su familiar llegó un día a la urgencia y no lo han visto más. Como familiar lo mínimo que quieres es estar informado”.

Los hospitales están saturados de pacientes, pero los equipos de protección a veces escasean.

Los hospitales están saturados de pacientes, pero los equipos de protección a veces escasean.

IV

Mónica no llora. Pero estuvo cerca el sábado 21 de marzo de 2020. Casi llora de rabia. La junta de enfermería del hospital convocó a una reunión. Mónica pensó que habían hecho algo malo. El ambiente era de regaño, de caras largas, hasta que el presidente de la junta comenzó a hablar. No había equipos de protección individual (EPI) para las enfermeras de la segunda planta de enfermedades infecciosas. El piso donde Mónica trabaja. La junta les pidió no desechar las batas y usar mascarillas quirúrgicas, de las que no tienen filtros especiales. Mónica se sintió abandonada, con ganas de dejarlo todo. “Sentí que me estaban vendiendo al virus. Que ya no importaba. Si no nos daban el equipo, todos comenzaremos a caer como moscas, todos al mismo tiempo”.

Mónica, y otras enfermeras que ya no tenían EPI nuevo, se negaron a trabajar esa mañana hasta no tener formas de protegerse. No solo significaría irrespetar las normas sanitarias del Ministerio. Exponerse era también exponer a sus familias. Mónica pensó en sus dos niños. “¡Si llego a contagiar a mis hijos no me lo perdonaría!”. Horas después de la reunión, llegó a la segunda planta un cargamento de EPI. 

El Colegio de Enfermeras de Madrid denunció la escasez de los equipos en los hospitales. Cuando publicaron el comunicado en su página web, el sábado 25 de marzo, había 5.400 trabajadores de la salud contagiados de COVID-19 en toda España. Exigían respuestas al gobierno. “No pueden ustedes seguir enviando a miles de profesionales a luchar a campo abierto sin las herramientas básicas necesarias”. También pedían la realización inmediata de test a enfermeras y demás profesionales.

A Mónica nunca le han hecho la prueba de COVID-19 en las cuatro semanas que lleva en el hospital.

El día que discutió con la junta llegó a casa frustrada. Le escribió a sus amigas en el chat de enfermeras, buscando ayuda. “Hala, ánimo”, respondió una. “Hoy fue así, pero mañana será mejor”, dijo otra. Ni los aplausos de esa noche, dedicados al personal de salud desde las ventanas de los madrileños, le subieron el ánimo. Sentía que no quería volver al hospital. “Pero vas. Vas por tus pacientes. Eres enfermera y para eso estás. Estudiaste para esto. Estudiaste esperando ser útil en las peores situaciones. Lo mínimo que se espera es que ahora que haces falta como enfermera actúes como una”, dice Mónica. Se repite: “Mente fría, mente fría”. 

Mónica imaginaba una vida de artista cuando era adolescente. Vivía en Venezuela y estudiaba ballet. Le gustaba ir a las obras que presentaban en el Teatro Teresa Carreño y en el Ateneo de Caracas. Cuando acabó el bachillerato, se dio cuenta de que no podría sostenerse solo con el arte. Tenía 18 años y no sabía qué haría el resto de su vida. En casa se vivía una crisis. Su madre fue operada de emergencia para removerle quistes en el pecho y la vesícula. Mónica cuidó a su madre durante meses. Cuando el médico evaluó a su paciente, quedó sorprendido. Felicitó a la adolescente por su compromiso en la recuperación de su mamá. “Serías una gran profesional”, le dijo. Poco después, Mónica se inscribió en los estudios de enfermería de la Cruz Roja de Venezuela.

Mónica trabajó 10 años en geriátricos y su experiencia le ha servido en la pandemia para atender a pacientes vulnerables.

Mónica trabajó 10 años en geriátricos y su experiencia le ha servido en la pandemia para atender a pacientes vulnerables.

V

Mónica vuelve a la guardia nocturna el jueves 26 de marzo. Es una noche tranquila, hasta que Julio, su paciente de 73 años, comienza a respirar con dificultad. Mientras intenta ayudarlo, nota que la mira con los ojos tristes. Ni siquiera consigue decirle lo que siente. Una vez más, la mascarilla de alto flujo no ayuda. Una persona sana puede tener entre 12 y 20 respiraciones por minuto en reposo. El paciente tiene 45 respiraciones por minuto, incluso con la mascarilla de oxígeno puesta. 

El médico tratante ordena su traslado a la Unidad de Cuidados Intensivos. No hay cupo. Mónica llama a un neumonólogo. El especialista dice que se debe conectar a Julio a un CPAP, una máquina que regula las respiraciones con oxígeno a alta presión de forma constante. Se usa para personas que dejan de respirar durante el sueño. La máquina respira por ti. Julio siente alivio. Mónica mide el oxígeno en la sangre de su paciente. La saturación debería estar por encima de 90. Está en 100. Mónica sonríe. Le da a Julio las buenas noticias. 

A la mañana siguiente, Mónica pasa revista en las habitaciones. Julio la reconoce bajo el equipo de protección, que apenas deja ver los ojos marrones de la enfermera. Sin quitarse la mascarilla, el anciano le pide que no se vaya: 

―Por favor, cuídame, que yo quiero salir de esta.


Los nombres reales de las personas que forman parte de esta historia han sido cambiados. La enfermera pidió que las identidades no fueran reveladas.


Créditos

Jefatura de diseño: John Fuentes

Jefatura de innovación: Helena Carpio

Edición: Ángel Alayón y Oscar Marcano

Ilustraciones: Lucas García

Redes sociales: Salvador Benasayag


Caracas, domingo 5 de abril de 2020.