Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP

Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP


Por Lizandro Samuel


Luisa y Carla viajaron a Colombia, el siete de marzo, para un taller que realizaría la empresa en la que trabajaban. Apenas se instalaron en el apartamento de 40 metros cuadrados de la amiga que les ofreció alojo, la ciudad entró poco a poco en cuarentena en respuesta a la pandemia por coronavirus. El taller se suspendió y Luisa entró en una prolongada espera: el problema ahora era cómo regresar.

Con las fronteras cerradas, ocupó un mes haciendo reclamos por redes sociales, solicitando al régimen venezolano un vuelo humanitario. Los papás de Carla, adultos de la tercera edad residenciados en Caracas, dependían de ella para cualquier trámite: hasta para hacer mercado. La mamá de Luisa, lo mismo. Ambas pretendían regresar a su país con medicinas para ellos.

Después de un mes, se mudaron al apartamento desocupado de otra amiga. Estuvieron más cómodas, pero apenas lograban espantar el aburrimiento: no se hallaban a sí mismas. Sentían que allá no tenían propósitos. Al no estar residenciadas en Colombia, no podían comprar una línea de teléfono; en consecuencia, no tenían Internet. Solo disponían de los pocos megas que ofrecían los chips para turistas. Entraron a un grupo de WhatsApp creado por otros venezolanos en su misma situación. Alrededor de 300 coterráneos desesperados por volver a sus casas. 

Había rumores. Se decía que, en San Antonio del Táchira, el régimen había armado una suerte de campos de concentración en los que recluían a los venezolanos que regresaban desde Cúcuta. Una noticia contaba que un bebé de menos de un año había fallecido por malnutrición en una de esas mazmorras improvisadas que, según Maduro, eran para evitar que el virus se propagara.

Fotografía de Joaquín Sarmiento | AFP

Fotografía de Joaquín Sarmiento | AFP

En el grupo de WhatsApp se comentó que había opciones más seguras. Que, al parecer, la frontera con Arauca era un paso sin tantas complicaciones. Que capaz les tocaba permanecer una semanita en un refugio, pero ¿qué era eso versus las ansias de dormir en sus camas?

El 22 de mayo, las cuatro camionetas, cada una a la mitad de su capacidad por temas sanitarios, salieron desde Bogotá a las cuatro de la mañana dispuestas a hacer un recorrido de 15 horas. En ellas iban los 16 venezolanos que se habían anotado en el subgrupo que armó una odontóloga de Valencia con los que estaban dispuestos a hacer el viaje. Al finalizar la tarde de un viernes se detuvieron a las puertas de Arauca sin poder entrar.

Se apearon frente a una tiendita mientras decidían qué hacer. En Arauca era feriado: todo iba a permanecer cerrado hasta el lunes siguiente. Un par de policías se aproximaron a los venezolanos para preguntarles qué hacían ahí. Luego de una hora de conversación, los llevaron a un sitio para rociarlos de desinfectante y posteriormente instalarlos en un hotel en el pueblo.

Las pocas personas que se veían usaban tapabocas. El alcohol, cloro y antibacterial eran la regla. En el hotel solo estaba un muchacho que hacía las labores de encargado y una mujer que aparecía a las horas de cocinar.

En la mañana del sábado, el dependiente les notificó que dos de los viajantes habían salido temprano. Más tarde, uno de ellos se despidió por WhatsApp. Envió la foto de un amanecer y dijo que, por motivos de seguridad, debía abandonar ese grupo. Como en las peores películas, los personajes comenzaban a desaparecer.

Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP

Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP

El lunes les abrieron el puente para que cruzaran hacia Venezuela. Los 14 viajantes se unieron a decenas de coterráneos que emprendían el retorno. Los tapabocas se humedecían con el sudor de una temperatura por encima de los 35 grados. ¿Les estaba costando regresar? Luisa arrastró su equipaje sin saber que esa sería la parte más sencilla del relato.

Esperaron varias horas, hasta que al mediodía los recibieron un alcalde y diferentes guardias. ¡Bienvenidos a la patria querida, el mejor de los mejores países del mundo! ¿Por qué, si no, se animarían a volver?

—¡Estamos filmando un documental! —celebró el alcalde.

La idea era mostrar el retorno feliz de los que se encontraban en Colombia.

—¿Por qué no mandaron un avión a buscarnos? —murmuró Luisa.

Los productores decidieron el orden de quienes pasarían a desinfectarse, mediante criterios difíciles de entender. Todos fueron rociados con líquidos apestosos mientras los aupaban a desplegar sus mejores sonrisas. Los autobuses rojos que los trasladarían a la siguiente estación esperaban al final del proceso.

En el Seniat de El Amparo —una especie de galpón gigante con un estacionamiento de dimensiones superiores en medio de la absoluta nada—, les realizaron la prueba rápida de coronavirus: la de sangre. Después le extendieron a cada uno una pastilla desparasitante y los despacharon a un área de espera. Como en todos los procesos desde que habían entrado a Venezuela, el distanciamiento social sólo existía en las recomendaciones orales. Pasó un rato y unos funcionarios llegaron buscando a una de las muchachas del grupo de 14. Al parecer había dado positivo en la prueba rápida: la tomaron por los brazos. Ahora eran 13.

La odontóloga tenía un contacto militar. En Venezuela, como Roberto Carlos, todos quieren tener un millón de amigos: uno que sea policía, otro fiscal, un contador, un juez y así.

Un subalterno del amigo de la odontóloga les dio la primera noticia que los hizo sonreír sin que una cámara los enfocara: les habían conseguido un autobús solo para ellos 13. Rodaron por unos minutos, hasta que el carro se detuvo frente a una escuelita rural. El subalterno pasó un par de horas subiéndose y bajándose, hablando con otros militares. Los viajeros habían recibido la orden de quedarse como en una canción de Shakira: ciegos, sordos y mudos. Solo entonces recordaron que el 13 era un número de mala suerte.

—Aquí es donde se van a quedar —anunció el militar.

Luisa y Carla se sobresaltaron.

—Sin peros. Es aquí. Tienen que pasar una cuarentena. En algún momento se les hará la PCR, que es la prueba de diagnóstico efectivo. La que se usa para saber si tienen o no coronavirus. Después podrán irse. Lo único que pudimos hacer por ustedes es que les asignaran un salón solo para los 13.

—¿Un salón? —preguntó alguien.

—Sí. Dormirán en los salones que fueron acondicionados para eso.

Mientras se apeaban, veían a decenas de personas ingresar a la escuelita.

—170 ciudadanos —notificó el militar.

En el camino hacia el salón/habitación, les mostraron los baños. Dos sitios, cada uno con dos pocetas para un total de cuatro retretes. Solo servían tres.

—¿No hay más? —preguntó Carla.

—¿Más qué?

—Más baños.

—No.

El salón/habitación tenía dos enchufes. Cada quien tomó una colchoneta del grosor de su ánimo. Bastó que el primero se sentara para que se diesen cuenta de que quizá sería mejor dormir en el suelo. Al menos no tenía resortes que pudiesen cortarlos.

—Bueno, aquí van a estar unos 15 días —dijo el militar, cerrando la puerta tras de sí.

La palabra que más se escuchó dentro del salón fue no. Todos presionaron botones de sus teléfonos con la esperanza de dar con el amigo que pudiera conectarlos con un futuro más amable. Se dieron cuenta de algo en lo que todavía no habían reparado: no había señal.

Las 170 personas estaban divididas en siete salones, siendo el de Luisa el que menos gente tenía. Su grupo era el único que viajaba con maletas, puesto que los 13 se encontraban en una situación parecida: se habían quedado varados, luego de un viaje que en principio iba a ser de turismo/trabajo/visita/ocio. El resto de las personas que fueron puestas en cuarentena cargaban grandes sábanas, devenidas en sacos, llenas de su vida: los objetos que retrataban quiénes eran o quiénes habían sido. Migrantes que habían abandonado su país por carretera y, ante la incertidumbre que desató la covid-19, volvían a las precariedades de las que habían huido.

Según Luisa, el sustantivo adecuado para el lugar era campo de concentración. Estaban bajo el poder de un teniente y de cuatro sargentos de la Marina. No les permitían salir de la escuela, debían permanecer siempre con tapabocas y seguir al pie de la letra las órdenes.

—Vengo del baño —dijo uno de los 13 que no aguantó las ganas de orinar—. Les tengo malas noticias.

—Coño, ¿más? —preguntó Luisa.

—Se hace una cola horrible —dijo la odontóloga.

—Sí, pero no es a eso a lo que me refiero —suspiró el hombre.

—¿Entonces? —lo empujó Carla.

—No hay agua. No llega agua por las tuberías.

—¡Mierda! —gritó alguien.

—Exacto: eso es lo que más hay.

El campo estaba compuesto por una cocina, los dos baños, las respectivas celdas, un patiecito frontal y uno trasero que era bastante grande, una cancha multiuso y una caseta que resguardaba la bomba de agua. A esta última la encendían dos veces al día para que se pudiera cocinar y para que las personas se bañaran. La caseta, aparte de la bomba, contenía los tanques. Cuando accionaban el sistema, uno de ellos se rebosaba sobre un techito de zinc. Se formaba un chorrito que arrastraba todo en su camino hacia el piso. Debajo de él se ponían las personas para bañarse, cosa que debían hacer vestidos. Luisa escogió su ropa más feíta y la bautizó como su nuevo traje de baño.

Las colas para asearse eran más largas y lentas que las que se formaban para defecar, pues nadie quería estar demasiado tiempo en la poceta. Ambas requerían paciencia. La luz, por otra parte, no se iba: llegaba. En los periodos cortos en los que había energía eléctrica, quienes podían cargaban sus teléfonos. Después, pasaban el día caminando en busca de señal para poder enviar un mensaje de texto o hacer una llamada llena de interrupciones. Pensar en cualquier cosa que demandara Internet era torturarse con lo imposible. La vida suele escupir las ironías en la cara de sus protagonistas: Luisa había huido de Bogotá, entre otras cosas, porque no podía estar sin hacer nada.

El desayuno con el que se encontraron la primera mañana estaba compuesto por dos bollitos duros y secos, con mortadela rallada. ¿La cantidad de mortadela? Cuando Luisa unía las yemas de sus dedos pulgar e índice, se hacía una circunferencia mayor a la que ocupaba el embutido sobre el plato.

El almuerzo constaba de una porción de arroz junto a algo parecido a carne molida, en una cantidad similar a la que servían de mortadela. La cena era el mismo plato (a veces los dos bollos solos) de la mañana. Durante la primera semana hubo un desmayado por día: el rugir de los estómagos era la banda sonora de las habitaciones.

La primera vez que alguien cayó al piso, la odontóloga que había organizado al grupo de Luisa y una colega que viajaba con ella atendieron a la persona en cuestión. A los pocos minutos, una niña dijo sentirse mareada. Luisa tenía algo de azúcar y una medicina que le ofreció. Así se corrió el rumor de que, la celda tres, la única en la que no se dormía apretado, estaba integrada por doctores.

Al día siguiente, en la celda dos, una mujer se puso a revisar el teléfono de su novio. Vio conversaciones comprometedoras. Decidió, con una hojilla, hacerle un corte de más de 15 centímetros en el muslo. Antes de que el agredido terminara de ofrecer la primera excusa, se había desmayado.

La ambulancia tardó tanto, que se hicieron apuestas sobre el momento en que el hombre moriría: si antes de que lo subieran al vehículo, durante el viaje o en el hospital. Al anochecer, ya le habían dado de alta.

—No puede ser que se haya salvado —comentó Luisa a Carla.

—Mira el tamaño de la herida, los puntos: esa vaina se le va a infectar.

Menos tiempo que el que le llevó ser atendido empleó la víctima para reconciliarse con su pareja. Dijo que todo había sido un accidente. Hasta pidió perdón. En la celda dos, esa noche, los ojos que se mantuvieron abiertos esperando una nueva agresión. Amanecieron incrédulos: víctima y victimaria durmieron abrazados sin inmutarse.

Tras el desayuno del tercer día, Luisa se asomó a la cocina. Quería saber si su dolor de estómago era emocional. Sabía que por el agua no era. Todos los de su habitación habían recurrido a uno de los sargentos para que les comprara agua potable: en el campo no había. Los recluidos se dividían entre los que se desmayaban por hambre y los que padecían diarrea.

En la cocina trabajaban unas cuantas mujeres que mantenían una olla llena con agua y un chorrito de jabón. Los platos sucios pasaban menos de dos segundos bajo el grifo, luego eran sumergidos en la olla y de inmediato puestos a secar. El agua en el que se hundían era marrón.

—¡El coronavirus es el menor de los riesgos en esta cárcel! —alertó Luisa.

Una de sus compañeras se puso a hablar con un sargento, quien le pasó el dato de una vecina de la escuelita que era cocinera. Estuvo un rato frente a la reja que colindaba con la calle hasta que logró dar con la susodicha. Le ofreció una remuneración a cambio de que les cocinara los almuerzos. 

Los 13 miembros del grupo, durante los días siguientes, reunieron dinero entre todos para pagarle a la señora: escogían el menú diario como si tuvieran una carta. Una vez fue pollo, otra carne, pasta a la boloñesa y así. Como frente al campo había una venta de empanadas informal y un abasto en el que se encontraba pan andino y queso duro, cada cual resolvía sus desayunos y las cenas. Pedían el favor a un sargento para que fuese a comprarles algo, usando los comestibles que llevaban en su maleta o saltándose esa comida. Otra de las mujeres de la celda había viajado con una hornilla eléctrica con la que hacían café en las mañanas.

Acaso por cómo se veían, por cómo hablaban, porque eran los únicos turistas entre las 170 personas, o porque comenzaron a regalar los platos que servían en el comedor, el resto de los recluidos comenzó a llamar a los miembros de la celda tres “los gringos”.

Una muchacha que no llegaba a los 20 años era la que parecía más tranquila de entre los que componían la celda uno. Esbelta y delicada, morena, de cabello frondoso. No se juntaba con nadie, viajaba sola. El día cinco, ella y otra mujer discutieron por un tobo de agua. Nunca quedó claro quién tenía la razón o si alguna se coleó o robó a la otra. Lo que no admitió dudas fue la gravedad de las lesiones. La más joven y en apariencia tranquila mordió a su contrincante. Los sargentos lograron separarlas. Una era un mapa de heridas que sangraban, a la otra la metieron en un cuartito de limpieza de tres por tres metros con candado: lo que alguna vez sirvió para guardar detergentes fue rebautizado como cuarto de castigo.

—Doctores, doctores, tenemos una herida.

Las odontólogas no se encontraban en su celda. Solo estaban Luisa y Carla. La primera se desmarcó de la situación con un gesto. La segunda se encogió de hombros y asumió el desafío. En breve, se vio ante una mujer que gemía de dolor, cuya piel se había convertido en una colección de heridas. No se atrevió a acercarse a más de tres metros.

—No —dijo Carla, de profesión educadora, mientras temblaba—. Yo creo que hay que ponerle un antitetánico, porque los mordiscos humanos son muy graves. Muy graves…

La policía se llevó a la agresora. Más tarde, otros funcionarios trasladaron a la herida hasta fiscalía para que pusiera la denuncia. 

Luisa contó los niños: eran 22. Cada bocado de comida la hacía cuestionarse sobre el orden del mundo, del país. Por consideración, los gringos cerraban su celda y comían sin que nadie los viera. Eso sí, siempre estaban dispuestos a echar una mano a los demás. Con el paso de los días, buscaban conversación a los otros reclusos. El miedo que sentían fue disminuyendo.

Los militares intervenían poco. Hacían cumplir las normas con una firmeza que fue decreciendo. Pasaban largas horas en sus puestos de vigilancia. Su mayor entretenimiento, mientras había luz solar, era esperar a que uno de los gringos les encargase un mandado. Pronto encontrarían también en qué ocupar las noches.

Finalizando la primera semana, en la celda seis se armó un escándalo. Una de las reclusas cargaba un bolso lleno de cuchillos y puñales. Quería imponer la ley de la jungla. Los sargentos le decomisaron las armas y decidieron registrar a los 170 detenidos. En una de las celdas consiguieron balas, pero no la respectiva pistola. En la celda tres solo dieron con un cuchillo de picar pan que decomisaron por dos días y luego lo devolvieron. No quedó claro si porque consideraban inofensivos a los gringos o porque creían que les convenía tener algo con que defenderse.

Empezando la segunda semana, llegaron funcionarios para hacer una nueva prueba. Se suponía que esta sí sería la PCR, que es la que, mediante un hisopo introducido en la nariz, determina con precisión si la persona tiene covid-19. No obstante, puestos los templetes, resultó ser la misma que les habían hecho al llegar a Venezuela: la de sangre. Luisa cumplió el proceso con desdén. Era obvio: no los iban a liberar esa semana. No los iban a liberar hasta que les hiciesen la prueba correcta, la que quizá no había llegado ni siquiera a Orichuna, el caserío de El Amparo donde estaban. Se acordó de los dos muchachos que desertaron en Arauca. Lo más probable era que hubiesen decidido cruzar por trochas, guiados por alguien contratado para la ocasión. Esos pasos ilegales estaban bajo el mando de la guerrilla. En el grupo los juzgaron de locos.

Luisa se preguntó si a ellos no les estaría yendo mejor.

Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP

Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP

Las 170 pruebas salieron negativas. Como todos estaban “sanos”, el ambiente se tornó más distendido. Si en la primera semana el uso de la cancha estaba prohibido, a partir de la segunda se jugó futbolito y baloncesto cada tarde. Esto mientras las mujeres se animaban a tomar el sol sobre el asfalto.

La mayoría eran personas menores de 30 años, con varios hijos dejados al cuidado de un familiar. Habían ido a buscar el pan en Colombia y ahora naufragaban gracias a la pandemia. Con su andar casi podía oírse aquella famosa canción de Héctor Lavoe: “Pronto llegará / el día de mi suerte / sé que antes de mi muerte / seguro que mi suerte cambiará”. Lo que sí variaba eran los oficios. Había, por ejemplo, un barbero, quien comenzó a ejercer para que las horas se disolvieran.

Los sargentos descubrieron que las cocineras se llevaron algo sin permiso. Cuando les llamaron la atención, renunciaron. De una de las celdas salió un hombre que dijo que era chef, mientras señalaba el uniforme que cargaba entre sus cosas. Bajo una temperatura de 35 grados, se vistió con gorro, pico, filipina, pantalón y mandil.

—¿Será que ahora mejora el menú? —cuchichearon los reclusos.

Ni siquiera cambió la forma de distribuir la mortadela sobre el plato.

—No, es que las anteriores cocineras dejaron el recetario en la cocina —comentó Luisa.

Hartos de hacer colas para usar baños rebozados, en los que evitar que una mosca se les metiera por algún orificio era una proeza, muchos recurrieron a la parte de atrás del campo. Las iguanas huían ante unas nalgas sacadas al viento. Cuando llovía, se formaba una piscina de unos diez centímetros de profundidad. Desde el borde, Luisa veía flotar trozos de heces fecales, pañales y pañuelos. Rezaba para que nunca-jamás-bajo-ninguna-circunstancia se le cayera algo allí.

Hubo días en los que decidió no bañarse. ¿De qué servía estar limpia en medio de un chiquero?, se preguntaba. “¡Que siga la inmundicia!”, fue su lema en un par de ocasiones. Su cuerpo se hacía más ligero: perdía consciencia del espacio que ocupaba en el entorno. Si su tablet estaba cargada, leía algunos libros. El único que tenía en físico, Los cuatro acuerdos, lo repitió hasta que le dolieron los ojos.

—¡Luisa! —le ponía la mano sobre el hombro uno de sus compañeros.

El escalofrío que le recorría la espina dorsal era una de las pocas constancias de que seguía viva: ¿quién le había dicho a ese tipo que podía abrazarla? 

Al menos, pensaba, no tenía problemas para controlar esfínteres. Más bien, durante el día, debía recordarse que era necesario orinar: su cerebro estaba tan desconectado que no mandaba las señales al cuerpo. Jamás sintió ganas de vaciar la vejiga, aunque lo hizo a diario. Quienes no podían aguantar las ganas por las noches, regresaban a la celda tres con anécdotas de personas teniendo sexo en los pasillos. En la oscuridad, las paredes jadeaban: decenas de bípedos en cautiverio utilizaban esas horas para aparearse. Entre ellos se contaba a los sargentos y sus nuevas novias.

A principios de la tercera semana, un comisionado de Acnur los visitó. Les llevó mosquiteros, repelente líquido, jabón y unos kit. Estos últimos eran para mujeres y contenían unos pitos que podían usar si se encontraban en riesgo de abuso sexual.

Al poco tiempo, hubo una jornada de salud. Médicos afectos al régimen les tomaron la temperatura y repartieron ibuprofeno. Un muchacho encendió la cámara de su teléfono. Los sargentos le reprocharon: estaba prohibido grabar. Otro recluso se metió a defender al acusado. La situación acabó con los dos siendo trasladados a un calabozo de una de las sedes policiales de El Amparo.

Luisa veía cómo todos parecían encontrar su lugar. Ocurrieron cumpleaños que se celebraron sin alboroto, pero con música. De hecho, el campo se transformó en una cárcel de dos ambientes. Dos de los reclusos tenían equipos de sonido que funcionaban con pilas recargables. Cada uno se apostaba a un extremo. Uno ponía vallenato y el otro reguetón. Luisa hizo una lista mental de pros y contras sobre inducirse sordera.

Cuando ocurrió la primera fiesta grande, los gringos —que no asistieron— vieron con curiosidad a hombres echarse colonia, ponerse sus mejores pintas y guindarse lentes oscuros. Las mujeres se llenaron los rostros de maquillaje, se pusieron vestidos ceñidos que apenas les tapaban el inicio de las nalgas. Los sargentos habían dado permiso por un par de horas. El reguetón rasgó la noche, los smartphones filmaron besos y perreos intensos. En una esquina, la mujer que había cortado a su novio en medio de un ataque de celos ahora le restregaba el culo en la pelvis. La herida sanaba bien y sin infecciones.

Al día siguiente devolvieron a los dos muchachos que habían sido detenidos por grabar. Con sendas sonrisas relataron a Luisa su experiencia: habían comido platos de comida resueltos.

 —Vamos a ver en qué peo nos metemos para que nos vuelvan a llevar —festejaron.

Luisa se sintió mareada. Esa mañana había despertado con el ánimo del tono de sus ojeras. No es que por lo general tuviese mucho apetito, pero en ese instante ni siquiera parecía que tuviese estómago. No quiso escuchar un cuento más de la anciana de su grupo, no quiso volver a ser tocada por el abrazagente. Si oía un nuevo chiste del graciosito de su celda iba a darle otro uso al cuchillo de cortar pan. Era difícil apostarse en un sitio sin que a los minutos alguien revoloteara a su alrededor. Agarró un pupitre y lo trasladó hasta el medio del patio delantero, donde los rayos del sol de mediodía eran más agresivos. Pudo encontrar algo que había extraviado desde que salió de Caracas: soledad.

—Nos van a dejar aquí —se dijo—. A nadie la importamos. No es que estoy echada sin hacer nada, es que estoy en medio de la nada. Voy a morir en esta prisión. ¿Cuál fue mi delito? ¿Cuál?

Luego de un par de horas, regresó llena de sudor a su celda.

—¿Cómo estás? —preguntó Carla.

Luisa se encogió de hombros. Comenzaba a recordar su apartamento en Los Dos Caminos como a una fantasía soñada en una vida anterior. Si en los dos meses que pasó varada en Bogotá llegó a sentirse como una plasta, ¿cuál era la mejor metáfora para explicar su situación actual? Por fortuna, la vida no solo es inesperada en sus desgracias sino también al momento de echarte una mano. A finales de la tercera semana, en el día 20 de encierro, una comisión visitó el refugio para realizar la PCR.

—Chamo, nunca había tenido tantas ganas de que me metieran una vaina por la nariz —comentó Luisa.

—Al fin voy a ver a mis hijos, gringa. Eso es lo que más extraño —le dijo un muchacho.

—Ya va, ¿cuántos años es que tienes tú?

—20.

—¿Y tienes varios hijos?

—Cuatro. El menorcito está enfermo. Yo le quería traer las medicinas, pero al final no me alcanzó.

En los cuatro días posteriores a la PCR hubo otra fiesta grande, muchos comenzaron a arreglar sus cosas, había como una energía de al fin nos vamos.

Nada pasó.

La piel de Luisa parecía una costra roja. Las picadas de zancudo ocupaban amplias porciones de sus extremidades. Su cabello, asimismo, era una maraña de algas. Estaba tratando de mentirle otra vez a su mamá por teléfono, cuando escuchó los pitos.

—Gringos, vengan, salgan. Esto no es así. Nos cansamos.

Los pitos que les donara Acnur los estaban sonando en el patio. Consiguieron ollas y sartenes que chocaban entre sí con furia.

—¡Nos queremos ir ya! —gritaban más de cien voces.

Los gringos se sumaron.

Los primeros burócratas en llegar hacían gestos con la mano pidiendo calma. Los sargentos sólo veían. Los reclusos explicaron que se suponía estaban ahí por una medida de prevención, pero que ya se sentían en una cárcel condenados por el crimen de querer llegar a su casa. 24 días. ¡24!, se quejaron. Ya les habían hecho la PCR y todavía no les entregaban los resultados.

—Entre mañana y pasado tendrán respuesta —dijeron los burócratas.

Transcurrió ese tiempo. Nadie los visitó. Ya no había ánimo de fiesta.

—¡Gringos, vamos!

La mitad de las personas que tenían casi un mes conviviendo agarró las bolsas de basura del centro, salió de la escuelita y las ubicó en medio de la calle. Trancaron el paso, mientras hacían sonar silbatos y cacerolas. Solo tres de los gringos se sumaron a la protesta. Luisa no lo hizo. Aparecieron funcionarios —distintos a los que los visitaron la primera vez.

Al día siguiente, el ambiente era un poco más distendido. Un corro de personas estaba alrededor de una olla, montada sobre leña, en el patio de atrás.

—¡Gringas, gringas! Hicimos iguana frita, ¿quieren probar?

Luisa sonrió, aunque el tapabocas no dejó ver su gesto.

—¿Frita? 

—¡Claro!

No sabía de dónde habían sacado la manteca, cómo habían encendido la olla y era obvio que no podían haber lavado bien el animal.

—Si no me ha matado estar aquí, menos me va a hacer daño una iguana —le dijo a Carla.

Los niños estrangulaban con la boca los pedazos de carne.

—¡Al fin estamos quedando llenos! —dijo el más flaco.

El fin de semana siguiente, cuando cumplían un mes de encierro, llegó una comisión con noticias. Hora de irse. 

Habían llegado el 25 de mayo, partían el 21 de junio.

Hubo rostros de alivio, algunas palmas se chocaron y no faltó el que se animó a exclamar vítores. Uno de los sargentos, cabizbajo, pateó una piedra imaginaria, mientras veía de reojo a su “novia formal”.

Los montaron en autobuses rumbo a un sitio en el que aglutinaban a las personas que ya habían cumplido con las denominadas cuarentenas preventivas. El régimen lo llamaba “refugio terminal”. Llegaron a uno que estaba en Guasdualito, en la Universidad del Llano. Era domingo.

Los ubicaron en una cancha. Centenas de personas, todas con su equipaje. Les ordenaron que armaran grupos de 30, pues esa era la capacidad de los salones. Esta vez, durmieron en literas sin resortes: los colchones eran de gomaespuma. A los gringos se unieron 17 personas más. En el grupo total había unos cuatro hipertensos. Les dieron una habitación con aire acondicionado. Las dos noches que pasó ahí, Luisa no reflexionó sobre el sentido de su existencia ni sobre el propósito de su vida: sentía que dormía en el Marriot. 

El martes en la tarde salió el autobús para Caracas. Del grupo de Luisa y Carla sólo ellas lo abordaron, los demás tenían otro destino. A Luisa se le aguaron los ojos cuando dijo adiós a personas a las que ahora la unía el lazo de haber sufrido juntas. 

El autobús pasó por varios refugios recogiendo gente. Terminó abarrotado. El miércoles a las nueve de la mañana, llegando a Caracas, se detuvieron en Tazón, en un templete. Una mujer les avisó que tenía buenas noticias, noticias que los alegrarían. Estaban filmando un documental y ellos tendrían el privilegio de aparecer en él.

—¡Pongan su mejor cara y sonrían, que van a salir en televisión!

Las cámaras filmaron cómo los apeaban, los desinfectaban, les regalaban tapabocas, les volvían a hacer la prueba rápida, verifican que la misma diera negativo y los subían a un nuevo autobús. Luego apuntaban a un cartel que decía “Hecho en Revolución, hecho en socialismo”.

Al Alba Caracas llegaron, el 24 de junio, pasado el mediodía. Eran demasiadas las personas que se aglomeraban en el lobby. El hotel, que antes perteneció a la cadena Hilton, había sido expropiado por el régimen en 2007. Ahora, por decir lo menos, tenía filtraciones en las paredes. Les ordenaron armar grupos de tres. Luisa repasó en su cabeza todo lo que había leído sobre narrativa. ¿Cuántas estaciones es que tenía el viaje del héroe?

—Mira, disculpa, es que nosotras somos dos nada más. Venimos viajando juntas desde hace un mes —explicó Carla a la dependienta.

La mujer la miró cómo si estuviese a punto de matar una mosca.

—Las habitaciones son de tres o de cuatro. Consigan a alguien que duerma con ustedes o las pondré en una de cuatro con dos hombres.

Luisa pegó un grito en el área de espera. ¿Alguna chica que viajara sola? De entre quienes alzaron la mano, solo una llevaba maletas. No les costó hacer la selección.

Tenían prohibido salir del cuarto. Había un miliciano vigilando. Hicieron una limpieza profunda, con detergentes que lograron que el hermano de Carla llevara hasta el Alba. Luego se dedicaron a algo en lo que ya tenían un máster: esperar.

Ese miércoles, les dijeron que debían pasar 15 días más allí. 15 días más encerradas. El jueves, una doctora les hizo un chequeo de rutina y les comentó que serían siete los días que pasarían en cuarentena. Ni Luisa ni Carla ni la otra chica entendían. Esa noche, les cambiaron el centinela. La mujer que estaba antes se entró a golpes con un compañero. Quien la sustituyó les advirtió que los reclusos anteriores habían pasado un mes durmiendo sobre esas mismas camas.

—Al menos aquí la comida es mejor —suspiró Luisa.

Rosaura, con quien estaban compartiendo habitación, tenía un insomnio agudo. Y el lenguaje corporal de alguien que permanece en estado de alerta. El refugio en el que había estado, también en El Amparo, no estaba bajo la vigilancia de ningún cuerpo de seguridad. No había autoridad visible que conviviera con ellos. Cada tanto, llegaba la guerrilla venezolana a poner orden.

Había un soplón que llevaba un registro de “irregularidades”. Los guerrilleros, llegado el momento, les caían a golpes a los infractores. A los hombres los afeitaron al ras. Tres veces al día, una señora entraba a dejarles la comida, que no era muy diferente a la que habían visto Luisa y Carla. Durante las noches, oían balaceras. En donde estuvo encerrada Rosaura, nadie protestó.

Fotografía de Luis Robayo | AFP

Fotografía de Luis Robayo | AFP

Mientras Luisa escuchaba el cuento, por el grupo de WhatsApp que había armado la odontóloga, recibía noticias de la muchacha que fue apartada de su grupo cuando les hicieron la primera prueba rápida en Venezuela. Nunca tuvo covid-19. El resultado del examen estuvo equivocado. Para cuando se dieron cuenta del error, ya llevaba casi dos semanas cautiva en una habitación de tres por tres metros. De ahí, la integraron a otro refugio.

—Chama —Luisa miró a Carla—, ¿entonces nosotras éramos era reinas?

El sábado, después de almorzar, les tocaron la puerta.

—¡Alístense que se van! ¡En 15 minutos los quiero abajo!

El lobby era un caos. Una mujer tenía hojas media carta con salvoconductos individuales. Iba indicando a cada quien su asiento en el autobús. Llegó el turno de Luisa y Carla.

—¿Pero esa dirección dónde es?

—Cerca del Centro Comercial Millenium.

—¿Y eso no es estado Miranda?

Quienes estaban en el hotel solo podían ser trasladados al municipio Libertador. ¿Qué culpa tienen los caraqueños de que su ciudad esté compuesta por dos estados y cinco municipios?

—Tienen que quedarse aquí. Después las reasignarán a otro refugio.

Luisa había salido de Bogotá ante la desesperación de volver al hogar y sentirse útil. Las metas son eso que cambia en la medida en que varían las dificultades. Si le hubiesen dicho hace tres meses que lo que más desearía en el mundo sería sentarse sobre su propio inodoro, no lo habría creído.

—Vamos a hacer algo —terció la funcionaria ante la cara de horror de las reclusas—. Si consiguen quien las venga a buscar, las dejo salir.

Era 27 de junio. Habían pasado casi cuatro meses desde la última vez que habían estado en casa.

El hermano de Carla llegó en menos de media hora. ¿Qué era peor? ¿Vivir la pandemia en Bogotá o en uno de los países más vulnerables del mundo? ¿Estar en un sitio en el que iban a tener problemas para generar ingresos, o en otro en el que iban a envejecer diez años en diez días? ¿Regresar a qué? Cuando Luisa abrió la puerta de su apartamento, se encontró con más polvo del que nunca había visto. No le importó. Se arrodilló y besó el piso.

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*Todos los nombres han sido cambiados, para proteger la identidad de los protagonistas.

Créditos

Jefatura de diseño: John Fuentes

Edición: Ángel Alayón y Oscar Marcano

Dirección de fotografía: Roberto Mata

Fotografías: Schneyder Mendoz, Joaquín Sarmiento y Luis Robayo | AFP


Caracas, martes 10 de diciembre de 2020