Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Por Ricardo Barbar

No sabemos cuántas personas padecen Alzheimer en Venezuela. No hay centros públicos que realicen diagnósticos ni administren tratamientos para estos pacientes. Sin una política nacional, todos los gastos relacionados recaen en el entorno familiar, convirtiéndola en una enfermedad catastrófica. Su impacto es principalmente económico, pero también afecta la salud mental. No hay recursos ni apoyo del Estado para los cuidadores, quienes muchas veces abandonan su vida para cuidar al paciente. La desigualdad económica determina, en gran medida, la calidad de vida de quienes padecen esta enfermedad. Este texto es parte de la serie La fábula de la salud pública en Venezuela.

La pose de mi abuela era casi un ritual. Sentada, cruzaba las piernas, apoyaba el codo para sostener el cigarrillo y alzaba la mirada. Nunca dejó de fumar ni cuando la operaron a corazón abierto. Generaba junto al abuelo una atmósfera de humo y olor a café. Todo se mezclaba con los olores provenientes de la cocina: canela, perejil, limón, especias y trigo mojado. 

La abuela era una maestra de la cocina, y es un hecho que la suprema muestra de amor de los libaneses se manifiesta en la comida. Adoraba el mar. Nació en Joünié, una ciudad costera del Líbano cerca del Mediterráneo. En 1956 se vino a los 16 años con mi abuelo, en proceso de gestación de su primer hijo (mi padre). Pasó por Italia y Grecia antes de llegar a Venezuela. 

Contaban mis tíos que no sabía cocinar. Aprendió hilando sus recuerdos. Nunca encontré su sutileza en ningún restaurante: preparaba ensaladas finamente picadas, bandejas de kibbes perfectos y tenía su propia mata de hierbabuena. Por eso, nos pareció extraño aquel día en que olvidó lavar perejil para un tabule. Nos mantuvimos alerta. 

Mis tíos conversaban sobre la situación, que empeoraba con el tiempo:

—La abuela está mal, repite una y otra vez las mismas cosas.

—Se le están olvidando los nombres de las personas y también las palabras. 

—A la abuela le cuesta estructurar oraciones con sentido lógico. No sabe expresar ideas. Tampoco las entiende. 

(Una persona que dominaba el árabe, el español y un poco de francés no tenía palabras para expresarse).

—Ya no tiende su cama como lo hacía todas las mañanas. 

(Primero dejó de hablar que de tender su cama).

Un especialista confirmó lo que mis tíos sospechaban. Sufría Alzheimer, una de las formas más frecuentes de demencia. La enfermedad no tiene cura. A lo sumo, se puede ralentizar. 

Antes de experimentar los síntomas, el cerebro de estos pacientes cambia. Tenemos alrededor de 100 mil millones de neuronas que interactúan entre sí y crean redes de comunicación. Nos ayudan a pensar, aprender y recordar; a ver, escuchar y oler. Estas células hacen funcionar la fábrica de nuestro cerebro: generan energía y se deshacen de los desperdicios. 

Se cree que la enfermedad impide el funcionamiento de estas células, pero no se sabe con certeza dónde empieza el problema. A medida que el Alzheimer progresa, mueren las células del cerebro y el daño no se puede deshacer. The Lancet estima que el número de pacientes mundiales de Alzheimer aumentará de 57,4 millones, en 2019, a 152,8 millones para 2050. 

Según la misma revista, Venezuela tuvo entre 134.849 y 173.312 casos de Alzheimer en 2019 y se estima que el número aumentará entre 429.118 y 673.874 para 2050. Según Global Burden of Disease Study y el Institute for Health Metrics and Evaluation, ese mismo año hubo 5.893 muertes relacionadas con Alzheimer y otras demencias. Sin embargo, no se conocen con exactitud los números, ya que el gobierno no publica datos que permitan dimensionar los problemas de esta y otras enfermedades. 

Pasaporte de la abuela. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Pasaporte de la abuela. Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

La OMS dice que “...las cifras de prevalencia son esenciales para planificar la infraestructura asistencial. La disponibilidad de esos datos también es fundamental para elaborar políticas públicas destinadas a mitigar el enorme impacto económico directo e indirecto de la demencia en la sociedad y las consecuencias que la carga económica tiene para los sistemas nacionales de salud”.

A medida que la salud evolucionó con diagnósticos y tratamientos, surgió una paradoja: la humanidad se hizo longeva por los beneficios de la Medicina, pero aparecieron nuevas enfermedades, entre ellas la demencia. Esto explica por qué uno de los factores de riesgo del Alzheimer es la edad. 

Sin embargo, como señala la Organización Panamericana de la Salud, “la demencia no es una parte normal del envejecimiento y no afecta exclusivamente a las personas mayores”. Otros factores son las mutaciones genéticas, falta de actividad física, tabaquismo y consumo excesivo de alcohol.

Mi abuela tenía casi todos: fumaba, era sedentaria y tenía más de 65 años. 

En su última etapa, dejó de caminar, controlar esfínteres y comenzó a usar pañales. En menos de seis años olvidó los festines que hacía para toda la familia. Olvidó quién era y quiénes éramos nosotros. 

En un momento de lucidez, cuando un hombre pasó a su lado con cigarrillo, dijo:

—Es que a mí se me olvidó hasta fumar...

No se enteró cuando el abuelo murió.

Omar Medina (cuidador) retratado por Kenny Jo

Omar Medina (cuidador) retratado por Kenny Jo

2

El Alzheimer es una enfermedad que recae en el entorno. Mi tío asumió el cuidado de la abuela porque ambos estaban en Valle de la Pascua, Guárico. Dos de sus hermanos vivían fuera de Venezuela, una en Caracas y otro estaba desaparecido. Aprendió a cambiar pañales y a cuidar a un paciente enfermo. 

No es común que los hombres sean cuidadores informales —aquellos que ayudan en el día a día, sin retribución económica, con las necesidades básicas del paciente—. Alrededor de 70% de la atención informal la asumen las mujeres y “es especialmente elevada en los países con pocos recursos donde escasean o no existen los servicios formales de apoyo a la demencia”, dice un informe sobre la demencia de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

En Venezuela, muchos familiares asumen el cuidado informal porque no hay programas públicos ni centros especializados que ofrezcan atención para estos pacientes.

Omar Medina, de 38 años, atiende a su madre desde 2020. Su padre se encargaba del cuidado, pero murió ese año por covid-19.

—Lo que más me cuesta hasta ahora es atender a mi familia —dice Omar—. Tengo una esposa y una niña de ocho años. Vivimos en una misma casa, en el piso arriba de mi mamá, pero me cuesta mantener el equilibrio: mi hija y mi esposa necesitan atención, pero mi mamá también. Me he sentido bastante mal porque no cubro las demandas ni de mi esposa ni de mi hija. Tampoco las de mi mamá y mucho menos las mías.

El mismo año que murió su padre, Omar perdió el trabajo. Ahora ejerce en sus ratos libres como taxista a través de una aplicación. “Tengo una hermana que es enfermera, pero cubre tantos horarios que no tiene tiempo para cuidar a nuestra mamá”, dice. 

En principio la madre se bañaba sola, pero Omar observó que se echaba champú una y otra vez porque olvidaba que lo había hecho. A veces Omar la bañaba y si se descuidaba echaba champú en el cuerpo pensando que era crema. Los días difíciles son los de racionamiento de agua: hubo ocasiones en las que la madre vertía el agua en la poceta una y otra vez. Se quedaban sin reservas.

Apolonia, la mamá de Omar. Fotografía de Kenny Jo

Apolonia, la mamá de Omar. Fotografía de Kenny Jo

Hay señales que alertan un posible caso de demencia: “Tendencia al olvido; pérdida de la noción del tiempo; desubicación espacial, incluso en lugares conocidos”, señala la OMS.

Omar observó esto cuando compraba comida para sus padres y al día siguiente la nevera estaba vacía. Días después sentían olores putrefactos. Su mamá sacaba carne del congelador y la dejaba bajo la cama. Omar sospecha que algunas veces regaló comida a los vecinos, pero nunca supieron con certeza.

Otro día, mientras él tomaba una siesta, escuchó la voz de un hombre. Estaba somnoliento y no prestó atención. Luego bajó a la sala y vio que su mamá le  entregaba un blue ray a un desconocido. Era un fumigador que había ofrecido su servicio y ella le estaba pagando con el aparato. Desde entonces Omar siguió las instrucciones del psiquiatra: cerrar las puertas con llave para cuidar a la madre. 

Hay días que ella le pregunta “quién eres tú”. A veces le dice “mi amor”, pensando que su hijo es en realidad su esposo. Omar le dice:

—Sí, eres mi amor. Pero porque eres mi madre. 

—¿Yo soy tu mamá? ¿De dónde sacas eso? No me acuerdo de tener ningún hijo.

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

3

Un día, estando en cama después de varios años de enfermedad, mi abuela no quiso almorzar. Era extraño porque había desayunado sin problema. Tenía dificultades para respirar y hacía ruidos guturales, signos de que algo la incomodaba. 

“¿Será que se tragó la prótesis dental?”, dijo la cuidadora. Buscaron por algunos minutos, pero no la encontraron. 

—Yo creo que se la tragó —repuso.

Mi tío la llevó a una clínica en Valle de la Pascua. Los médicos la evaluaron, pero “no se atrevieron a atenderla porque era una paciente delicada. No querían practicar una posible cirugía”. La abuela no podía contar lo que le sucedía.

El Alzheimer exige la evaluación de varios especialistas. El diagnóstico, manejo y seguimiento de estos pacientes requiere de psiquiatras, geriatras, internistas, psicólogos, neurólogos, terapistas ocupacionales y físicos así como trabajadores sociales, todos con entrenamiento en el área y que trabajen en una unidad integral, dice Alberto Mendoza, psiquiatra, fellow en Gerontología en la Universidad de Miami. 

“En Venezuela solía haber dos unidades integrales para la atención de pacientes con demencia. Una en el Hospital Militar y otra en el Hospital Universitario de Caracas. El paciente era evaluado por psiquiatras, neurólogos, psicólogos. Con el tiempo las unidades desaparecieron y el servicio se ha circunscrito a los médicos privados, quienes atienden algunos que otros pacientes”, dice Mendoza. 

Pasadas las seis de la tarde, mi tío partió con mi abuela hacia Caracas. Viajar cuatro horas implicaba exponerse a la delincuencia, a los huecos de la carretera, a las alcabalas de falsos policías o funcionarios corruptos, a las luces encandilantes de las gandolas.

—Creo que por la misma enfermedad —recuerda mi tío—, la abuela estaba tranquila. Pero yo iba con la incógnita de lo que iba a suceder. 

Llegaron casi a la medianoche. En la clínica la examinaron y los médicos programaron una cirugía para el día siguiente. 

La abuela debía ingresar al quirófano a las siete de la mañana, pero entró a las diez. A los pocos minutos salió el médico. Algo había sucedido; se suponía que la operación debía durar más.

Cuando iban a intubar vieron la prótesis en la garganta. Tomaron una pinza y la extrajeron. 

Desde ese momento mi abuela se quedó en Caracas.

4

—¿Podés llamar a mi hijo? Decile que me venga a buscar.

En la entrada de un geriátrico de Caracas, una señora con acento argentino solicitaba un teléfono. Habíamos llegado para ver el estado de salud de mi abuela.

—No tenemos teléfono ahorita —respondió una cuidadora—. Luego lo llamamos.

—Quiero llamar a mi hijo —insistía la dama argentina.

Ofrecí mi teléfono a una de las cuidadoras, pero ella respondió en voz baja:

—La señora tiene Alzheimer. El hijo la tiene acá. 

Después del incidente de la prótesis, mi tía, que vivía en Caracas, la cuidó por un tiempo. Pero luego en una reunión familiar se planteó la posibilidad de internarla. 

—Tu tía estaba en un dilema —recuerda mi tío—: la quería atender y no dejarla en un sitio. Pero yo le dije que era esclavizante. Luego de tantos años, yo no aguanté. Estaba agotado.

Mis tíos visitaron varios centros. Había unos que los percibieron sucios; otros donde había pacientes que no requerían mayor atención —algunos hasta se cocinaban—. Mis tíos no consideraron internarla en un centro público: “Ni siquiera lo intentamos. Sabíamos que no existía nada de eso. Nunca fue una opción”.  

Alguna vez en Venezuela hubo centros de cuidado. Nunca demasiados ni con la atención integral que requieren pacientes con demencia, recuerda Aquiles Salas, médico internista venezolano, fellow en Geriatría Médica y Gerontología en la Universidad de Harvard y presidente del Comité Científico de la Fundación Alzheimer de Venezuela.

“Recuerdo que el INAGER (Instituto Nacional de Geriatría) tenía una red de instituciones. Se crearon muchas unidades en diferentes estados. Hacían un trabajo que había que seguir desarrollando. Desconozco la calidad del servicio que están prestando ahora”, dice.

Internar a alguien en un centro privado puede costar entre 400 y 800 dólares mensuales, según varios centros consultados en Caracas. La tarifa usualmente incluye comida, lavandería, servicio médico y de enfermería. Las medicinas, ropa y sábanas corren por cuenta de la familia. Hay otros sitios que pueden costar entre 1000 y 3000 dólares, según médicos consultados.

Muchos familiares asumen el cuidado del paciente como una forma de ahorro o porque no pueden pagar el servicio privado. Según la OMS, el costo se incrementa a medida que avanza la demencia: alrededor de 16.000 dólares anuales en caso de demencia leve, 27.000 por demencia moderada y 36.000 por demencia grave. 

El Alzheimer es una enfermedad catastrófica. Se le llama así porque los gastos asociados son altos y pueden conducir a la ruina familiar. Una enfermedad es catastrófica cuando los familiares destinan entre 30 y 40% de los ingresos del hogar en gastos relacionados con la enfermedad. A partir de esta definición de la OMS, en Venezuela casi cualquier afección resulta catastrófica: los venezolanos ganaban en promedio 126,5 dólares por mes, según calculó el Observatorio Venezolano de Finanzas en septiembre de 2022. Sin un sistema público de atención, los costos de la enfermedad son inevitables.

En Caracas, los centros de cuidado privados suelen ser residencias adaptadas para este fin. No tienen infraestructura ni espacios adecuados para todo tipo de pacientes. En un centro consultado me dijeron que si un paciente no podía caminar, el familiar tenía que cargarlo y subir las escaleras para dejarlo en el cuarto. Sin embargo, aunque son insuficientes, los centros privados son la mejor opción posible.  

Luego de varias semanas de búsqueda, mis tíos dieron con un geriátrico que parecía más limpio y tenía suficiente personal. La mayoría de los pacientes eran ancianos, pero mi abuela exigía mayor cuidado: había que cepillarla, cambiarle el pañal, bañarla, darle la comida y medicinas. 

Mis tíos la internaron, pero a las tres semanas llamaron del centro. Mi abuela se había descompensado. Dijeron que no quería comer. Mis tíos vieron que tenía los labios agrietados y había bajado de peso.

—Quienes la atendían dijeron que no comía —recuerda mi tío—. Sabíamos que darle la comida era difícil. Pero luego nos dimos cuenta, un poco tarde, de que no le aseaban la boca ni le daban suficiente agua.

El maltrato en ancianos se considera como un problema de salud pública. La OMS dice que “las tasas de abuso de personas mayores son altas en instituciones como hogares de ancianos y centros de atención a largo plazo” y que “2 de cada 3 miembros del personal informaron haber cometido abusos en el último año”.

La abuela tenía hongos en la tráquea y la vagina. Pero eso lo sabrían luego, cuando la llevaron a la clínica.

Cuando íbamos de salida con la abuela, volví a escuchar a la señora argentina:

—¿Podés llamar a mi hijo? Necesito hablar con él para que me venga a buscar.

Alois Alzheimer y Auguste Deter

Alois Alzheimer y Auguste Deter

5

Auguste Deter tenía fuertes sentimientos de celos contra su marido. Se escondía porque pensaba que alguien quería matarla. Gritaba. Gritaba durante horas. A veces no podía encontrar el camino a casa. Luego de cuatros años desde los primeros síntomas, murió. Su médico tratante examinó su cerebro y observó “un trastorno peculiar de la corteza cerebral”. El especialista era Alois Alzheimer, psiquiatra y neurólogo alemán. Desde entonces —año 1906— se llamó Alzheimer a la enfermedad de la desconexión y el olvido.

La única forma de diagnosticar el Alzheimer es a través de una biopsia: se corta el cerebro para observar lesiones, como hizo aquel médico alemán. Esto no se puede hacer con todos los pacientes, por eso los psiquiatras o neurólogos dan un diagnóstico clínico a partir de los síntomas y el resultado de exámenes médicos. 

Sabemos más sobre el Alzheimer que hace años. Sin embargo no sabemos lo suficiente. El psiquiatra Mendoza explica que hay resonancias magnéticas donde se ven daños notorios en el cerebro de un afectado, pero cuando lo evalúan no muestra daños cognitivos. Se da también el caso contrario: pacientes que en resonancias muestran un cerebro sano, pero tienen deterioro cognitivo. 

—No siempre hay una correlación directa entre lo que aparece en la resonancia y el estado clínico del paciente —explica Mendoza—. Por ejemplo: un gastroenterólogo introduce una cámara a una persona y puede ver directamente una úlcera. Ahí no hay especulación posible. Pero eso no existe en enfermedades como el Alzheimer, porque el cerebro es un órgano muy particular. Muy plástico.

Hay personas que tienen reservas cognitivas que protegen de la enfermedad. Personas que “hicieron mucho ejercicio intelectual durante la vida y tienen un cerebro deteriorado, pero tienen recursos intelectuales y una reserva cognitiva que les permite afrontar la enfermedad”, agrega Mendoza. “En cambio hay personas que nunca hicieron una mayor actividad intelectual y son mucho más vulnerables al ataque de la enfermedad. No tienen esa masa protectora”.

El Alzheimer tiene la misma premisa del cáncer: mientras más temprano se diagnostique, más posibilidades hay de manejar la enfermedad. “Aunque no haya una cura, se puede retrasar ese deterioro inevitable. Por eso son necesarios centros multidisciplinarios de diagnóstico temprano”, dice el médico Aquiles Salas. 

La familia también necesita apoyo y educación para tratar a este tipo de pacientes. El gobierno de Venezuela no ofrece información pública ni cursos masivos sobre este tipo de cuidados. Uno de los pocos disponibles son los que ofrece la Fundación Alzheimer de Venezuela. Ofrece cursos para los cuidadores, además de terapias de estimulación cognitiva para pacientes. 

Alzheimer de Venezuela surgió luego de que Mira Jósic —su fundadora y presidenta— leyera un artículo de Yasmin Aga Khan, presidenta de la Alzheimer's Disease International. Ahí solicitaba que se abrieran espacios para informar sobre la enfermedad. Yasmin Aga Khan es hija de Rita Hayworth, una actriz y bailarina estadounidense —ya fallecida— a quien diagnosticaron Alzheimer en 1980. 

Jósic escribió una carta a Alzheimer's Disease International y manifestó que quería participar.

Semanas después, le comunicaron que sería voluntaria y estaba invitada a una conferencia internacional en Edimburgo. 

—Me reclutaron sin anestesia. “¿Qué vamos a hacer nosotros en Edimburgo si no tenemos nada hecho?”. Entonces dije: “Vamos a constituir la Fundación Alzheimer de Venezuela”. El 3 de octubre de 1989 concluyó el registro y formalicé la institución. Empecé en mi oficina y hacíamos eventos para recaudar dinero.

Jósic asistió a la conferencia y trajo material para crear programas relacionados con la enfermedad. Irónicamente, fue en esos años cuando le diagnosticaron Alzheimer a su mamá.

—A mamá la hospitalizaron dos veces. En la tercera murió. Esas tres hospitalizaciones me arruinaron económicamente. El Alzheimer es así: te arruina monetaria, física y emocionalmente. Por eso, nosotros les decimos a los cuidadores que deben verse mensualmente con psicólogos y crear grupos de apoyo, así sea de forma virtual. 

Dos tíos de Mira también padecieron Alzheimer. Ambos murieron.

La OMS reconoce a los cuidadores informales como trabajadores de salud. La fundación trabajó por el diseño de una ley orgánica que atendiera a cuidadores y pacientes con Alzheimer. La propuesta contemplaba un salario para el cuidador. “Nos reunimos en la Asamblea Nacional oficialista y con la opositora. Todos estaban de acuerdo en aprobarlo, pero la ley nunca llegó a feliz término”, recuerda Jósic.

En la fundación, dos pacientes —Gilberto y Lizette, ambos con condición leve de Alzheimer— hacen bailoterapia y ejercicios de estimulación. Una terapeuta da indicaciones a través de números: uno es tocarse los muslos, dos es unir las palmas de las manos y tres tocarse la cabeza. Algunas veces se confunden.

Gilberto tiene cabello blanco, viste camisa y pantalón impecable. Dice que fue otorrinolaringólogo y su especialidad eran los vértigos. Lee y camina a diario. Es delgado, y lo atribuye a que jugó fútbol toda su vida.

—Yo soy amigo de Pelé —dice—. Fuimos amigos por mucho tiempo. 

Gilberto llegó acompañado y en la sala de espera seguía indicaciones: “Siéntate aquí, espera aquí”. 

Lizette, en cambio, llegó manejando en propio carro. Su hija mayor es enfermera de terapia y le habló sobre la fundación.  

—Vendo y alquilo inmuebles. Me di cuenta de que algo pasaba cuando me llamaban los clientes diciendo “Tengo media hora esperándote”. 

Hace años Lizette visitaba a su abuela paterna y vio el gesto de quien no reconoce al otro. “Abuela, soy yo, ¿no me reconoces?”. También tenía Alzheimer. 

—Mi mamá tiene 88 años y yo 69. Ella se acuerda de todo. A veces me dice que no hago esfuerzo por acordarme. Yo le digo: “No, mamá. No es agradable no acordarse de las cosas”. 

Lizette evita cocinar cuando sus hijas no están, porque más de una vez ha quemado ollas. Dice que hay gente a su alrededor que cuchichea y dice que tiene Alzheimer, como “si tuviera una enfermedad contagiosa”. Sus amigas han dejado de invitarla a reuniones. 

—A veces les digo a mis hijas que mi disco duro está lleno y hay cosas que ya no caben. 

Para no olvidar, Lizette anota todo en una pequeña libreta que siempre lleva en su cartera. El espejo de su cuarto ahora es un sitio con recordatorios. Esas anotaciones son ahora su memoria. 

6

Cuando la abuela salió de la casa hogar. Tenía septicemia. La clínica donde la llevaron no disponía de camas. Pasó dos días en una camilla, donde desarrolló una escara (úlceras de decúbito), una lesión que se desarrolla por la presión permanente en la piel. Pueden aparecer en tan solo horas o días y curarse en meses o años. Son comunes en pacientes que han pasado tiempo en cama y no tienen movilidad. 

Luego de dos semanas superó la septicemia. Pero la escara creció tanto que cabía un puño. Se podía ver parte de su columna vertebral. 

Luego de la clínica, le colocaron una sonda de alimentación nasogástrica, un canal de alimentación desde la nariz hasta el estómago. 

—Para mí fue más doloroso verla sufrir —recuerda mi tío—. Me sentía atrapado y sentía que ella también. Era una forma de prolongar su agonía. 

Instalaron nuevamente a mi abuela en casa de mi tía. Alquilaron una cama clínica, un concentrador de oxígeno y contrataron personal de enfermería. Desde ese entonces la abuela fue un cuerpo mantenido con vida. 

No hay buenos ni malos tiempos para enfermarse, pero la abuela enfermó en una época muy complicada en Venezuela. 2016, 2017 y 2018 fueron años de escasez. En las farmacias no había ni siquiera pañales.

Ahora sí, pero no hay dinero para comprarlos. 

Elda de Sousa cuida a su mamá. Dice que a veces no tienen ni para papel toilet. Los días difíciles son los de racionamiento de agua. Viven con 100 dólares de un bien alquilado. Su mamá es nativa de Madeira, Portugal, y a veces cree que sigue ahí en vez de Venezuela. “Si tuviera una entrada de dinero, podría pagarle a una persona para que viniera tres veces a la semana. Porque el problema no es mi mamá, son las condiciones del país”, dice.

Elda pidió ayuda al consulado de Portugal y está a la espera de una respuesta. Dice que no tiene trabajo a pesar de que tiene dos carreras: es bibliotecóloga y abogada. Cuidar a su mamá la ocupa todo el día y los sueldos en Venezuela son insuficientes.  

—Enfermarse de cualquier cosa en Venezuela es una tragedia. A veces pierdo la paciencia con mi mamá y me frustro. Pero soy un ser humano. Es normal que sienta amargura, frustración…

Su rutina le resulta accidentada: ir a comprar al supermercado, regresar caminando cargada de bolsas, asistir a su madre, dormir poco por las noches.  

—Me he sentido desmejorada físicamente —dice—. Sin darnos cuenta, somos discriminados. La situación me lleva a aislarme. No porque quiera, sino que es inevitable. Es una especie de estigma. No hay apoyo ni tampoco voluntad política. 

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

Fotografía de Ernesto Costante | RMTF

7

Cuando mi abuela era joven se fijaban en sus piernas. Le silbaban y la cortejaban, recuerda mi tío. La noche en que iba a morir, recuerdo sus piernas dobladas y atrofiadas por la inmovilidad. Hacía sonidos guturales; sus ojos lucían extraviados y parecía estar ahogada. Nos fuimos a dormir y a las 3:30 de la madrugada mi tía me levantó. Mi abuela estaba blanca y le costaba respirar. Tenía al menos tres años en la misma cama.

La última imagen que tengo de ella es cuando metieron su cuerpo en una bolsa negra. La persona encargada de la funeraria preguntó si le permitíamos enderezar sus piernas. Respondimos que no. 

Sus cenizas están junto a las del abuelo. La escara que desarrolló en la clínica duró hasta el día de su muerte. Ya casi estaba cerrada. 

Giuseppe Merescalco retratado por Kenny Jo

Giuseppe Merescalco retratado por Kenny Jo

8

Gisela de Merescalco recuerda lo que su esposo ha olvidado. Durante la fiesta de Navidad de la Fundación Alzheimer de Venezuela, cuenta que Giuseppe nació en Libia y se crio en Italia. Recogía almendras para ayudar a su familia en la época de Benito Mussolini. 

Luego emigró a Venezuela, hizo vida —se casó, tuvo hijos y se divorció— y conoció a Gisela en una revista de citas —una especie de Tinder de la época—. Se encontraron en el Unicentro el Marqués sin saber cómo eran, y se enamoraron.

—¿Cómo te llamas tú? —le pregunta el enfermero de Giuseppe al propio Giuseppe. 

Giuseppe mira a Gisela y al enfermero. No dice nada. Luego me mira:

—¿Quién eres tú?

Documentos de Giuseppe. Fotografía cortesía de Gisela de Merescalco

Documentos de Giuseppe. Fotografía cortesía de Gisela de Merescalco

Hay días en los que no recuerda a su esposa. Ella dice que no se siente agotada por cuidarlo. Tiene un enfermero que ayuda a diario con el baño, la comida…, y los hijos de Giuseppe se encargan de cubrir los gastos. Solo el enfermero cuesta 20 dólares al día, sin contar otros gastos asociados al cuidado: pañales, medicina, comida. Solo en personal de enfermería el gasto es de 600 dólares al mes.  

Hoy Omar ha traído a su mamá. También ha asistido Lizette —la paciente que maneja sola—. Ella dice que quizá la ciencia evolucione antes de que su enfermedad avance y, de alguna manera, su deterioro se pueda detener. 

El 6 de enero de 2023, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos aprobó por vía acelerada el fármaco Leqembi (lecanemab-irmb) para Alzheimer. En septiembre de 2022, las compañías farmacéuticas Biogen y Eisai emitieron un comunicado en el que mostraron resultados prometedores. El ensayo involucró 1795 participantes y disminuyó modestamente la tasa de deterioro cognitivo de los involucrados. 

El Leqembi es un anticuerpo que se une al beta-amiloide y atrae células del sistema inmunitario para que eliminen esta proteína. El fármaco ha abierto la posibilidad para que se desarrollen otros métodos similares.

Se cree que el Alzheimer ocurre cuando dos proteínas, beta-amiloide y tau, se acumulan en placas del cerebro y matan las neuronas. El debate continúa, pero las compañías farmacéuticas ofrecieron una nueva pista que refuerza la hipótesis del  beta-amiloide. 

Es una buena noticia para el mundo. Sin embargo, para un país como Venezuela es una posibilidad remota porque son medicamentos de alto costo. 

—Siempre decimos que el Estado es el principal soporte para enfermedades que tienen una connotación catastrófica —dice el médico Salas—. Son enfermedades catastróficas para la familia, no solo en lo económico, sino en el desgaste emocional que genera este tipo de problemas.

Sin políticas de atención y cuidado de pacientes con Alzheimer, el cuidado informal aumenta y sigue recayendo en el entorno familiar del paciente. Esto plantea un escenario desigual: la atención y cuidados de cada paciente dependen de la capacidad económica de su familia. Los pacientes con menos recursos tienen también menos acceso a cuidados.

—¿Alguna vez te has planteado ingresar a tu mamá en un centro? —le pregunto a Omar.

—No. Hay personas que me dicen que tarde o temprano lo voy a hacer. No me gustaría; tampoco pudiera pagar. 

A Omar le preocupa faltar. “Mi hija tiene a su mamá, pero ¿a quién tiene mi mamá? Se lo he dicho a mi hermana y dice ‘otra persona se encargará’. Es muy cruel verlo de esa manera. Quisiera un poquito más de empatía”.

Los días de estos pacientes parecen monótonos, pero a veces tienen momentos de lucidez. Como cuando mi abuela se dio cuenta que olvidó fumar. 

La mamá de Omar a veces dice: “El señor no ha venido más”. En referencia —cree él— a su esposo fallecido. 

Lizette sigue pegando recordatorios en el espejo para no olvidar sus compromisos.

Giuseppe casi no habla y le cuesta caminar, pero todas las mañanas besa un cuadro donde está su madre. 

Ellos, aunque olvidan, a veces recuerdan. 

Créditos

Jefatura de diseño: John Fuentes

Edición: Ángel Alayón, Oscar Marcano y Luisa Salomón

Texto: Ricardo Barbar

Fotografías: Ernesto Costante | RMTF, Kenny Jo.

Caracas, lunes 30 de enero de 2023