Por Flaviana Sandoval y Diego Marcano
Bajo el picante sol del mediodía, frente a la puerta número 2 del Centro Comercial Mazurén al norte de Bogotá, Jean Ríos ordena veinticinco aguacates en un murito, separándolos por tamaño sobre una bolsa negra extendida.
“¿Va a llevar aguacate para el almuerzo, vecino?”, pregunta Ríos a los transeúntes que cruzan la calle para entrar al centro comercial. “Están fresquitos. Para comer hoy mismo”.
Pasadas las 12 del mediodía, Ríos ha vendido 6 de los 25 aguacates, pero sigue sin comer. El dinero que gana lo utiliza para reponer la mercancía y otro tanto lo guarda para darle comida a sus hijos en la noche. Cuando las ventas del día dan suficiente, ahorra un poco para el alquiler de su casa.
“A veces vienen las bendiciones”, dice Ríos. “La gente me regala un pancito de arequipe y puedo comer mientras trabajo. A veces no. Si me regalan una sopita o algo de almuerzo, lo guardo para llevarle a los niños. Ellos van primero. Luego, si queda, yo como un poquito”.
Ríos tiene 44 años, aunque por su rostro de piel tostada y sus ojos castaños podría parecer más joven. Es padre soltero de tres hijos: Dajean, de 21, Jean Deiber, de 14, y la más pequeña, Mariam, de 7 años. Desde su llegada a Colombia el 29 de marzo de 2018, Ríos pasó por un sinfín de trabajos informales para poner comida en la mesa de su familia y garantizarle un techo donde dormir.
En los tres años desde su llegada, vendió bolsas de basura y cajitas de incienso en las calles de Bogotá; fue reciclador y repartió yogures a domicilio.
De acuerdo con un estudio del Observatorio del Mercado de Trabajo y la Seguridad Social de la Universidad Externado de Colombia, el 75% de los migrantes venezolanos en el país trabajan en la informalidad y sólo el 25% cuenta con un contrato formal de trabajo.
“Los venezolanos crearon sus propias oportunidades de trabajo en el mercado informal, ofreciendo servicios personales básicos y desarrollando pequeñas actividades productivas”, concluye el informe de la Universidad Externado. “Sustituyeron a los colombianos en el eslabón más bajo de la escala ocupacional, especialmente en los sectores de comercio, restaurantes, hoteles, construcción y servicios personales”.
A comienzos de 2021, Migración Colombia, la entidad encargada de desarrollar y ejecutar la política migratoria del país, estimaba que alrededor de 1.742.927 migrantes venezolanos se encontraban dentro del territorio colombiano. De ellos, 983.343 estaban en condición irregular, es decir, sin un estatus que les permitiera permanecer legalmente en el país, lo que a su vez les dificulta el acceso a oportunidades educativas y laborales, y empuja a muchos de ellos al trabajo informal.
En febrero de 2021, el gobierno colombiano anunció la creación del Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos, una figura que permite a la población venezolana en Colombia residir, estudiar y trabajar legalmente en el país por 10 años, la cual contempla la posibilidad de optar a la residencia permanente. Se trata de una política migratoria inédita en la región, que busca regularizar e integrar a los venezolanos que actualmente se encuentran en Colombia.
Según datos de Migración Colombia, un total de 748.445 venezolanos ya han realizado el registro biométrico para el Estatuto, la fase final del proceso de solicitud, y estarían a la espera de su Permiso por Protección Temporal (PPT). Hasta la fecha, Migración Colombia no ha publicado datos sobre cuántos permisos se han entregado.
Mientras espera, Jean Ríos no tiene muchas opciones, aparte de buscarse la vida vendiendo aguacates en la calle.
El día de Ríos comienza cuando aún está oscuro, antes de que el sol recubra con su brillo las callejuelas de Ciudad Bolívar, un barrio popular al sur de Bogotá. A las 5 a.m. calienta agua en dos ollas para bañar con agua caliente a sus hijos pequeños, Mariam y Jean Deiber. La casa no tiene calentador y el casero no les permite instalar una regadera eléctrica porque consume mucha energía y elevaría el costo de la electricidad. Así que el agua calentada en ollas es lo más cercano que tienen los niños a una ducha tibia.
Ríos espera paciente mientras las burbujas van subiendo dentro de las dos ollas. Cuando el agua alcanza el hervor, la mezcla con agua fría en dos potes de plástico: uno para Jean Deiber, otro para Mariam. Con el pulgar sumergido en el pote se asegura de que el agua no esté muy caliente. Jean Deiber se baña solo, mientras Ríos ayuda a la pequeña Mariam a enjabonarse y luego a enjuagarse, vertiéndole poco a poco el agua tibia sobre el cuerpo.
A las 6.30 a.m., la familia sale de casa para iniciar el recorrido diario. La primera parada es el Centro Amar, un espacio educativo de la alcaldía de Bogotá, donde Jean Deiber y Mariam estudian para nivelarse hasta poder ser ubicados dentro del sistema educativo formal. Ahí, los dos niños reciben el desayuno, el almuerzo, la merienda y una última comida a las 4 de la tarde. Cuando su papá los pasa buscando para volver a casa, respira aliviado al saber que los niños han podido comer bien un día más.
Después de dejarlos, Ríos emprende el trayecto a Corabastos, un enorme mercado popular donde compra los aguacates con los que se gana la vida.
Desde que sale de su casa en Ciudad Bolívar, debe tomar un bus alimentador y dos autobuses de Transmilenio, el sistema de transporte masivo de Bogotá. Después de una hora y treinta minutos de viaje, llega a su destino.
Corabastos es la plaza de mercado más grande de Colombia, y la segunda más grande de América Latina. Un área de 420.000 metros cuadrados de galpones y bodegas en el barrio de Kennedy, al sur de Bogotá, donde conviven puestos de frutas y verduras, carnes, lácteos, pescados y mariscos, restaurantes y cafeterías, oficinas de correos y encomiendas, bancos, ferreterías y hasta un centro médico y odontológico. Al llegar, Ríos no se dirige al portón de entrada. Enfila sus pasos hacia una de las calles aledañas a la. plaza de mercado.
“A los venezolanos no nos dejan entrar al mercado. Nos discriminan porque supuestamente algunos han robado alimentos. Por eso tengo que comprar en los puestos que están alrededor de Corabastos”, explica.
Ríos camina con pasos ágiles entre los tarantines con techos de plástico negro y kioscos repletos de frutas frescas. Un hombre de tez morena oferta fresas a 5 mil pesos el kilo, ordenando la mercancía con sus manos teñidas de rojo por los jugos de las moras que ha estado revolviendo. Más adelante, otro puesto exhibe duraznos de piel aterciopelada, melones como globos, racimos de cambures maduros. Enormes sacos de papas reposan en el suelo al pie de los puestos, debajo de las cajas abiertas llenas de mazorcas de maíz, legumbres y tubérculos.
Decenas de hombres trabajan descargando los camiones que vienen desde distintos puntos del país para distribuir los productos en la plaza de mercado. Ríos los observa con atención, antes de desviar la mirada hacia los carros ambulantes con hielo, sobre el que reposan pescados recientemente descamados. Un vallenato suena a todo volumen, y Ríos, que mira todos los manjares, aspira el aroma a agua salada y susurra para sí mismo: “una maravilla”.
—¿A cómo tiene el papelillo? —pregunta Ríos en varios puestos. Se trata de un aguacate alargado, de color verde oscuro, piel lisa y brillante. Un favorito entre los bogotanos.
En uno de los puestos, después de inspeccionarlos y palparlos con cuidado, sólo lleva cuatro. La mayoría no están lo suficientemente maduros y sabe que no conseguirá revenderlos en su faena de ese día.
—Para hoy no encuentra —le dice un vendedor que intenta convencerlo de que su mejor opción es llevar los aguacates verdes y madurarlos en casa. Ríos niega con la cabeza y sigue buscando en el mercado. Tienen que estar frescos o perderá el día.
Más adelante consigue un puesto con aguacates prometedores. Insiste en que le abran uno. Lo prueba y sonríe.
—Me los llevo —le dice al mayorista.
Con una bolsa en cada mano, camina con prisa para no perder el prime time de la venta de aguacates en el norte de la ciudad.
La vida de Ríos no siempre fueron los aguacates.
En Caracas trabajaba en el Rey David de Los Palos Grandes. Se inició en el área de mantenimiento, cargando cajas y acomodando mercancía. Lo que se necesitara. Un día subió al área de cocina y escuchó una conversación entre el chef y el propietario del lugar, que hablaban de publicar un anuncio solicitando un ayudante de cocina con urgencia. Entonces Ríos saltó sobre la oportunidad. Pidió al chef que lo eligiera a él.
— Yo quiero aprender lo que ustedes hacen —dijo entusiasmado—. Quiero aprender a cocinar como ustedes.
Al día siguiente amaneció el anuncio pegado en el ventanal de vidrio de la entrada: “Se busca empleado para el área de mantenimiento”. Así, Ríos se hizo cocinero del Rey David.
—Subí al área de cocina y el chef me enseñó sus talentos —cuenta Ríos—. Aprendió a hacer pizzas, y le encantaba el olor de la albahaca fresca en la pizza “Margarita”. Preparaba langosta con crema de champiñones, o con crema rosada, acompañada de arroz o papas al vapor bañadas en aceite de oliva. Al final de cada jornada, las siete personas que trabajaban en la cocina se sentaban a comer juntos. Los días en que cocinaban paella dentro del menú, el chef principal les regalaba una porción de paella para que probaran. A Ríos le fascinaba el plato. Se hizo adepto al sabor de los frutos del mar: calamares, pulpo, cangrejo.
Cuando ya dominaba los platos salados, Ríos pidió dividir su tiempo con el equipo de repostería para ampliar su conocimiento culinario.
Se deleitaba con los aromas deliciosos de la marquesa de chocolate, el tres leches, la torta de maíz. Aprendió a hacer el brazo gitano, un bizcocho relleno de fresas frescas y crema chantilly. A menudo, mientras batía las mezclas para las tortas de naranja y de chocolate, se quedaba observando al maestro de pastelería preparar el Tiramisú. Era de los postres más difíciles. Ríos nunca pudo aprender a hacerlo, pero se desquitaba horneando otro de sus clásicos favoritos: el ponqué de vainilla, dulce y esponjoso.
Cuando se ponía el delantal y asistía al chef, Ríos era feliz.
—Aún hoy, cuando estoy en la cocina, es como si pasara un suiche. Se me olvidan los problemas, que no tengo para pagar el arriendo, y me enfoco en que la comida quede rica para mis hijos —dice.
Cuando logra reunir todos los ingredientes, Ríos prepara pizzas caseras, uno de los platos predilectos de sus hijos. Le gusta consentirlos siempre que puede, preparándoles bombas rellenas de crema pastelera o tajadas de plátano frito, otro favorito de los niños. Pero no todos los días puede desplegar su talento culinario en casa. A veces lo único que puede servir en su mesa es arroz con huevo frito.
—Me siento muy triste cuando no les puedo dar una comida completa —explica Ríos—. Trato de distraerles la mente de la comida contándoles historias.
Por tres años trabajó en la cocina del Rey David. Sus recuerdos más bonitos de esa época son los de diciembre.
“Sacaban el carruaje a la entrada y armaban las cestas navideñas con Nutella, whisky, queso pecorino, chocolates Ferrero Rocher, vino, jamón ahumado, botellas de Ponche Crema”, recuerda. El 23 de diciembre, a los empleados les regalaban una cesta navideña y tres variedades distintas de pan de jamón: el tradicional, el de hojaldre, y un pan de jamón especial con queso crema.
Ríos amaba cocinar al son de las gaitas y aguinaldos que inundaban el local en la víspera navideña. La música a veces competía con las risas y las voces de los niños pidiéndole a sus papás que les compraran potes de chocolaticos Noggy Ferrero. Siempre olía a castañas asadas, pernil al horno y hoja de hallacas. Durante toda la temporada reinaba un espíritu de unión y alegría.
Así fue hasta que el local pasó a manos de un nuevo dueño y hubo cambios en el personal. Ríos no volvió a trabajar en una cocina.
Después de varios meses desempleado, consiguió trabajo en la empresa estatal PDVAL. Primero, abasteciendo mercancía en los pasillos; luego como auxiliar de carnicería. Conforme pasaba el tiempo, su salario se diluía en medio de la inflación y la macro-devaluación, haciéndolo cada vez más insuficiente para costear los gastos básicos. En 2017, una reducción de personal lo dejó de nuevo sin empleo. Ríos decidió emigrar a Colombia, con la esperanza de poder enviar remesas a sus hijos.
Jean Ríos caminó 20 días, junto a su padre y su hermano, desde Caracas hasta el Puente Internacional Simón Bolívar. Desde allí marcharon hacia el sur, hasta llegar a la ciudad de Villavicencio, en la región central de los llanos colombianos. En medio del intenso calor, en una ciudad famosa por la tradición del joropo y el coleo de caballos, Ríos y su papá se sentaban frente a un mercado de frutas, verduras frescas y carnes, a pedir ayuda a los clientes que entraban y salían.
Un día, el gerente de la frutería se les acercó y les preguntó si eran venezolanos.
—Sí —respondió Ríos expectante.
—Veneco, ¿no se quiere ganar 20 mil pesos?
Ese día, Ríos limpió las neveras de pollo y carne, y pasó la tarde arreglando toda la mercancía en las estanterías. Al terminar la faena, Fabio, el gerente del mercado, le pagó lo acordado. Le regaló un paquete de harina y uno de arroz, y le dijo que lo esperaba de nuevo al día siguiente por la mañana.
—Ese señor me agarró mucha confianza —dice Ríos—. Me confiaba la mercancía, y yo no le falté un solo día.
Con este nuevo trabajo estable, Ríos ahorró suficiente dinero para enviarle a su hijo mayor, para que viajara de Caracas a Villavicencio. Juntos estarían mejor.
Ríos estuvo ahorrando por 20 días, hasta reunir 110.000 pesos colombianos. Dajean, su hijo mayor, viajó gratis en un autobús desde Caracas a San Antonio, y cruzó la frontera con un amigo. Le cobraron 70.000 pesos por el trayecto en autobús de Cúcuta hasta Bogotá. Otros 40.000 de Bogotá a Villavicencio. Y logró llegar.
Ríos le pidió a su jefe que le diera una oportunidad a su papá, quien había trabajado por muchos años como mayorista de frutas en el mercado de Coche, en Caracas. Ahora, con 63 años, nadie lo contrataba por su edad. Fabio, el gerente, aceptó. Hasta hoy, el papá de Ríos sigue trabajando en el supermercado en Villavicencio, atendiendo clientes y acomodando mercancía en los estantes del local.
El plan iba bien, hasta que una tarde sonó el teléfono. Ríos atendió. Era la mamá de los niños, llamándolo desde Venezuela.
— No puedo tener más a los niños —dijo ella al otro lado de la línea—. Están pasando mucha hambre.
Entonces Ríos caminó de vuelta a Caracas para buscarlos.
—Lloré mucho cuando vi a mis niños tan delgados —cuenta—. Estaban desnutridos. Pensé que en Colombia al menos les podría comprar una libra de arroz, hacerles para que comieran arepa con huevo.
Luego de recoger a los niños, Ríos emprendió el viaje de vuelta a Colombia. Era febrero de 2020, días antes de que explotara en América Latina la pandemia de covid-19.
Cruzó con sus dos hijos el Puente Internacional Simón Bolívar y compró pasajes de autobús para llegar a Bogotá. A mitad del trayecto, cuando el bus pasaba por el páramo de Berlín, donde la temperatura cae por debajo de los 0 grados centígrados en las noches, una patrulla de Migración Colombia detuvo el vehículo. Los funcionarios pasaron puesto por puesto, revisando la identidad de los pasajeros. Al llegar donde estaba Ríos y su familia, les pidieron sus papeles.
Los pequeños Jean Deiber y Mariam no tenían pasaporte. Habían cruzado la frontera sin sellar ningún documento.
Los oficiales de Migración Colombia ordenaron que los bajaran del autobús.
—¿Cómo me van a bajar así? —protestó Ríos—. Los niños se me pueden morir de frío.
Un auto que pasaba por allí se detuvo al ver el vehículo estacionado de Migración Colombia. Un hombre salió del carro y se acercó a Ríos y su familia cuando bajaron del autobús. Les explicó que tenía una fundación de apoyo a los caminantes migrantes y refugiados venezolanos, y les ofreció llevarlos al refugio de migrantes más cercano.
Ríos estaba a punto de montarse en el carro cuando los oficiales de Migración Colombia se interpusieron.
—Si usted los deja montarse en el vehículo tendremos que ponerle un comparendo —dijo uno de los funcionarios al conductor del auto, refiriéndose a una multa.
Ante la negativa de los oficiales de migración, el hombre de la fundación resolvió escoltar a Ríos y sus hijos hasta el refugio para migrantes más cercano. Eran las 4:00 pm cuando empezaron la travesía a pie. El carro de la fundación los guiaba, avanzando lentamente por la vía. Detrás de ellos iba la patrulla de Migración Colombia, vigilando que en ningún momento se subieran al auto.
Caminaron durante tres horas seguidas.
Cuando el sol empezó a bajar al atardecer, sintieron el frío calándoles los huesos. Ríos cubrió a Mariam con su chaqueta y cargó al pequeño Jean Deiber en brazos el resto del camino. Esa noche durmieron en el refugio de migrantes, y al día siguiente la fundación les regaló 300.000 pesos para pagar un taxi hasta la ciudad de Bucaramanga. Vagaron sin rumbo por las calles de la ciudad, hasta que un hombre en un camión les dijo que podía llevarlos hasta Tunja, un pueblo a 130 kilómetros al norte de Bogotá. Allí pasaron dos noches. Al tercer día, un camionero les ofreció llevarlos a la capital.
El plan era llegar al terminal de autobuses del Salitre, al occidente de la ciudad, y abordar allí un autobús rumbo a Villavicencio. Pero para cuando llegaron a Bogotá, el gobierno colombiano ya había decretado la emergencia sanitaria por la covid-19. Todo estaba cerrado. En la capital se había decretado un confinamiento casi absoluto y había restricciones severas a la movilidad y el transporte.
Ríos y su familia nunca llegaron a Villavicencio.
Atrapados en la ciudad capital, sin conocer a nadie y sin un peso en los bolsillos, tuvieron que rebuscarse para sobrevivir. Con el confinamiento, las opciones de trabajo informal en la calle, e inclusive la mendicidad, se habían reducido drásticamente. Bogotá estaba desierta: nadie a quien venderle nada, ni palitos de incienso ni bolsas de basura; nadie a quien pedirle ayuda, ni dinero, ni comida.
Ríos y sus hijos empezaron a pasar las noches debajo del Puente La Esperanza, en una gran avenida al sur de la ciudad. Allí vivían grupos de recicladores, que durante el día se dedicaban a hurgar en la basura recolectando latas, cajas de cartón, botellas de plástico y vidrio, para luego canjearlos por un puñado de pesos en algún centro de reciclaje de la ciudad.
Todos dormían sobre láminas de cartón, alrededor de fogatas improvisadas con restos de basura, papel, cualquier cosa que se pudiera quemar. El aire era pesado, casi viscoso, enrarecido por las humaredas que se escapaban de la boca y las fosas nasales de los recicladores cuando se drogaban.
“Yo veía a mis niños flacos, sin un techo sobre sus cabezas, durmiendo bajo ese puente donde de noche pasaban las ratas, y lloraba mucho”, dice Ríos. Muchas veces oró mirando al cielo. “Ayúdame, dios mío. Permíteme salir de aquí. Yo nunca fui malo”.
Comer bajo ese puente fue una de las cosas más difíciles que ha hecho en su vida. Nunca se imaginó que viviría una situación como esa. Le pidió prestada una olla a los recicladores y montó un fogón. Trataba de concentrarse en las llamas que ondulaban debajo de la olla, para no ver las ratas que corrían de un lado a otro buscando las sobras adheridas a las sartenes sucias y oxidadas amontonadas por todas partes. Pero claro que las veía.
Mientras cocinaba, se repetía una y otra vez, como un mantra: “Dios, no permitas que mis hijos agarren una infección o una bacteria aquí”.
Debajo del puente, Ríos conoció a un reciclador al que llamaban “Caracas”, quien le dijo que para sobrevivir había que salir a trabajar. Empezaron a recolectar reciclaje juntos, hurgando en los botes de basura de los edificios a lo largo de la Avenida El Dorado, desde el Puente La Esperanza hasta el aeropuerto.
Ríos llevaba a sus hijos con él para no dejarlos solos bajo el puente. A medida que recogían botellas de vidrio vacías, cartón, retazos de papel y tarros de plástico, iban echando todo en una carreta que Caracas empujaba por la avenida.
Al final de la jornada, cuando vendían lo que habían recolectado en el día, se repartían las ganancias. Si hacían 70 mil pesos, Caracas les daba 20 mil. Otras veces menos. Ríos y su familia comían con lo que Caracas les diera. El resto del dinero era para financiar los vicios del reciclador: un tarrito de pega, unos gramos de marihuana, o un poco de basuco, una droga derivada de la pasta de cocaína.
Una tarde, mientras cocinaban algo para cenar, funcionarios del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), dedicado a la protección integral de la primera infancia, la niñez y la adolescencia, aparecieron bajo el puente y le dijeron a Ríos que tenían que llevarse a sus hijos. Aquel lugar no era un ambiente propicio para un niño.
Ríos rompió a llorar.
—Yo no estoy aquí por elección. No tengo alternativa —dijo entre sollozos—. En lugar de amenazarme con quitarme a mis hijos, ¿por qué no me ayudan? Yo quiero trabajar.
Los recicladores lo apoyaron. Se arremolinaron en torno a él y sus hijos, como un escudo protector, y lograron que los funcionarios desistieran y se retiraran del lugar. En los días siguientes, cuando veían que se acercaban oficiales del ICBF, los recicladores escondían a Ríos y a sus hijos.
Una semana entera estuvo la familia Ríos viviendo debajo del puente.
—No pude dormir durante esas ocho noches cuidando a mis hijos y pensando en cómo salir de ahí.
Al noveno día, representantes de una institución llamada “Fundación Clínica del Hogar”, que ofrece ayudas y programas sociales a los habitantes de calle en Bogotá, se detuvieron bajo el puente.
Las plegarias de Ríos habían sido escuchadas. La fundación los sacó de allí. Los apoyó durante ocho meses con alimentos y un techo provisional, en casa de una familia vinculada a la institución. Al cabo de ese tiempo, Ríos y sus hijos se mudaron a un pequeño apartamento de dos habitaciones, alquilado en el barrio de Ciudad Bolívar. Aunque los problemas no habían terminado, ahora tenían un techo sobre sus cabezas, un lugar donde no se respiraba humo ni había que esconderse de golpe.
Las oportunidades de trabajo aún escasean. Con frecuencia, Ríos y su hijo mayor, Dajean, que trabaja en una fábrica de zapatos cosiendo suelas a cientos de pares al día, debaten cómo emplear el poco dinero que logran hacer para costear los servicios básicos, el alquiler y la comida, que muchas veces sólo alcanza para los hermanos menores, Jean Deiber y Mariam.
Pero Ríos tiene fe y espera. Mientras tanto, resuelve con los trabajos informales que puede conseguir: los aguacates en Mazurén, o ayudando a su amigo Armandi en su puesto de comida callejera a unas calles del Hospital Universitario Infantil San José, en la localidad de Barrios Unidos de Bogotá.
Armandi, un cocinero venezolano que llegó a Bogotá para trabajar en un evento y luego decidió montar su puesto propio de comida para ahorrar algo de dinero antes de volver a Venezuela en diciembre, le ofreció a Ríos 20 mil pesos al día por ayudarlo a atender.
En las mañanas, los clientes llegan desde temprano a pedir los tequeñones rellenos de jamón y queso, o de queso y bocadillo de guayaba, una combinación que encanta a los bogotanos. En las tardes casi siempre lluviosas del mes de noviembre, Ríos ayuda a desplegar un cobertor impermeable de plástico por encima del techo del puesto para proteger del aguacero a Armandi, que acomoda los ingredientes para armar los perros calientes, hamburguesas y pepitos que se sirven a la hora del almuerzo.
A menudo, mientras saborea un bocado de tequeñón de queso, o de una una hamburguesa de las que Armandi le obsequia con frecuencia, Ríos deja a su mente divagar libre, deslizarse entre los recuerdos felices de aquellos tiempos en Caracas, para luego saltar al nuevo sueño que ahora ocupa sus pensamientos: montar su propio puesto de comida.
Absorto, repasa en su cabeza los detalles que ya ha imaginado tantas veces. Ve a su hijo mayor tomando los pedidos y cobrando a los clientes. Él está detrás de la cocina, con el delantal puesto, asando cachapas y arepas sobre una plancha de metal. Con la mano izquierda escurre el aceite hirviendo de la freidora donde las empanadas recién hechas todavía hacen un sonidito de chisporroteo al acercar la oreja.
Ríos lo ve todo allí, como si estuviera frente a sus ojos. Sus sentidos alimentan la fantasía: casi puede oler la carne ahumada de las hamburguesas, la cebolla recién picada sobre los perros calientes que prepara en la tarde para el menú del almuerzo. Lo ensordece el estruendo de la licuadora que lograron comprar con tanto esfuerzo, para ofrecer batidos y merengadas de mango, cambur, patilla e incluso lulo, una fruta de sabor entre dulce y ácido muy popular en Colombia.
Ríos sale de sus pensamientos de golpe, cuando algún cliente en el puesto de Armandi le pide la cuenta. El sueño se desvanece, pero nunca lo abandona por completo.
—Nos imaginamos que le pondríamos “El Junquito en Colombia” —apunta Ríos—, porque El Junquito siempre fue un lugar donde la gente iba a comer cachapas y arepas. Yo tengo buen gusto y sazón. Yo sé que el que coma en mi puesto va a volver.
Diego Marcano & Flaviana Sandoval| Prodavinci.
Diego Marcano & Flaviana Sandoval| Prodavinci.
Créditos
Dirección general: Ángel Alayón y Oscar Marcano
Jefatura de investigación: Valentina Oropeza
Jefatura de diseño: John Fuentes
Texto: Flaviana Sandoval y Diego Marcano
Edición: Valentina Oropeza, Ángel Alayón y Oscar Marcano
Caracas, 20 de diciembre de 2021