Por Raúl De Armas
Al lado de la ventana circular de la cocina, Yurismar Itriago se come las uñas mientras observa la lluvia. Su madre saca el casabe del horno para alimentar a su esposo y a sus diez hijos. Está nerviosa. Sabe que no comerán otra cosa en todo el día. Solo les queda el agua del pozo que se ha llenado con la lluvia. La radio advierte que el diluvio es parte de una tormenta llamada Bret. Avisan que entró por el Atlántico a noventa kilómetros por hora, y que las zonas de mayor riesgo son las áreas rurales de la costa caribeña, donde viven los Itriago.
Desde que escuchó la noticia, la madre de Yurismar, Rosa Marina, no ha dicho una sola palabra porque su casa, como la de sus vecinos, está en riesgo de derrumbe. No ha querido alarmar a sus hijos, pero les ha ordenado dormir en la sala.
Yuri tiene veinte años y ya tiene dos hijos: Jesús Osvaldo, de cinco, y Keila, de dos. Ha vivido toda su vida en Tacarigua, un pequeño pueblo cercano a Higuerote, en el Estado Miranda. Como sus niños, no sabe nada del mundo. Solo reconoce que para mantenerlos debe trabajar, y que para trabajar no puede estudiar. Por eso, cuando dio a luz al primero, a los quince años, dejó los estudios para dedicarse al negocio familiar.
—Cosíamos zapatos. Lotes de veinte, treinta, cuarenta. Ese fue el don que nos dejó mi madre.
Han pasado treinta y seis horas de lluvia y siguen encerrados. La casa de arriba ha empezado a ceder. Ya no tienen casi provisiones, y cada tanto, el agua se mete en los cuartos. La sala se ha vuelto aposento, tendedero, comedor y fábrica. Sobre la radio cuelgan las pantaletas de las niñas, y sobre la alfombra colocan mantos para dormir, insumos de trabajo, y sobras de comida. Al lado del sofá yace una pila de zapatos terminados. Al lado de la mesa principal, una montaña de zapatos pendientes. Cinco chinchorros se mecen sobre el piso polvoriento, con muchachos sudados y hastiados, mientras que una ventana rota deja entrar el viento fresco, y con él, el sonido monótono de la lluvia.
Yuri es una muchacha huesuda, enérgica, con el fuego del trópico. Sus cabellos brillan como su mirada picarona. Sus movimientos son rápidos, y su palabra, cuando está de buen humor, es dulce. Le gustan los varones y la fiesta. Desde los trece, evitaba las clases para beber con sus amigos. A los catorce tenía vida sexual. Cuando su padre se enteraba de que faltaba a la escuela, le pegaba con un palo del bambú que crecía en el patio. Los golpes nunca le cambiaron la imagen tierna que tenía de él.
—Mi padre se ocupaba de nosotras. Trabajaba en un tribunal. No ganaba mucho, pero lo que ganaba se lo daba a mi mamá. Siempre nos traía pan y leche.
El 10 de agosto de 1993, cuando el aguacero bajó de intensidad, la familia escuchó un estruendo. Un sonido líquido y tremendo, de caos y solemnidad. La madre y el padre pensaron que había llegado la hora. Corrieron a la cocina y no la encontraron. Cinco piedras enormes habían derrumbado el muro. La casa se inundaba. El agua se deslizaba hacia la sala, y tras ella, un alud de lodo.
Lograron salir a tiempo. El derrumbe fue lento pero inevitable. Desde hace días estaban predispuestos para la desgracia. Sospechaban que se quedarían sin hogar, pero no tenían un plan para evitar la calle.
—Cuando nos quedamos sin casa cada quien agarró por su lado. Tuve que arrear con mi recién nacida yo sola.
Al poco tiempo, la casa del vecino se desplomó y arrasó la de los Itriago. Ninguna construcción en aquella colina de Tacarigua tenía bases. Los abuelos, que vivían a una hora, los admitieron por dos semanas. No podían mantener tantos estómagos. Tampoco tenían espacio, y la convivencia con los adolescentes era pesada. Los hermanos de Yuri eran irrespetuosos, altaneros, ruidosos. Así que los ancianos le pidieron a Rosa Marina, la madre, que se marcharan.
Sin destino ni otros familiares, la familia viajó a Caracas una tarde de noviembre de 1993. La ciudad era el único sitio donde podrían encontrar trabajo. El transporte les costó sus ahorros. Al llegar, alguien les dijo que debajo del Puente 15 de la carretera Caracas-La Guaira podrían pasar la noche sin amenazas. Yuri se quebró en llanto. Esa no era la vida que quería para Keila, su segunda hija. Con tres bolsas y un morral, ella y sus hijos durmieron por primera vez en la calle.
En 1993, Yuri perdió su casa y quedó en la calle. Tenía 20 años y dos hijos. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
En 1993, Yuri perdió su casa y quedó en la calle. Tenía 20 años y dos hijos. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
Seis años bajo el puente
Yuri durmió doce horas esa noche. No la despertó el calor, ni la irregularidad de la superficie, ni el ruido de los camiones que pasaban por el puente. Solo abrió los ojos cuando pensó en su hijo, que reposaba en brazos de su madre. Miró a los lados y se dio cuenta de que su padre no estaba. No aparecía desde que salieron de casa de los abuelos.
—Después del derrumbe, mi papá nos abandonó. Mamá lo buscaba y lo buscaba, pero jamás volvió.
Al cabo de unas semanas, la familia fue adaptándose a la indigencia. Consiguieron cartones, sábanas, ollas. Unos pedían comida en restaurantes y panaderías, otros se dedicaron a la delincuencia. Algunos a una mezcla entre pedir y robar. El plato usual era hervido, un caldo donde mezclaban papa y vegetales con los restos de carne y pollo que les regalaban en los restaurantes. Del hervido comían todos. Servía de desayuno, almuerzo y cena, y era preparado en un amplio fogón a las orillas del río Guaire.
Un día, sus hermanos salieron temprano y ella quedó sola con su recién nacido. A pesar de que eran las doce del mediodía, y que el sol alumbraba cada esquina de la madriguera, Yuri empezó a sentirse nerviosa. Estaba lavando unas camisas cuando escuchó unas voces masculinas y un llanto de niña. Agarró a su hijo y se escondió entre los arbustos. Cuando se asomó, dos hombres violaban a una muchacha contra una de las columnas de la carretera. Ella no peleaba, lo único que hacía era gemir y llorar. A partir de entonces, la soledad se volvió peligro.
—Me daban miedo los hombres. Donde iban mis hermanos iba yo. Si me tocaba quedarme en la plaza de Catia toda la tarde, lo hacía. Me cansé de ver cómo violaban a mujeres y a estudiantes.
Progresivamente, los hermanos de Yuri fueron adquiriendo fama en los bajos fondos del oeste de Caracas. En poco tiempo, el puente 15 se llenó de gente. Llegaron prostitutas, indigentes, adictos, prófugos. Se había esparcido la noticia de que el Puente 15 podía ser un hogar para los que no tenían hogar.
La noticia resultó falsa porque mientras más personas llegaban, menos factible era la convivencia. La violencia y la desconfianza aumentaban proporcionalmente al número de personas. Así que los hermanos de Yuri formaron una pequeña banda para protegerse y dominar la vida debajo de los puentes. Sus miembros no pasaban los 21 años. Era un pelotón de niños que se habían juntado para sobrevivir. Se hacían llamar “Los huelepega”.
—Los chamos olían los envases de pega Hércules y se estrellaban contra las paredes para divertirse. Había muchachas lindas, que pudieron haber sido niñas de familia.
Algunos no tenían pelos en las axilas, pero andaban con un cigarro y una botella de anís. A los cuatros meses, Los huelepega se hicieron notar. Iban a los comercios y a los semáforos del este de Caracas a mendigar y a robar. Los policías los detestaban. Se sentían ridículos persiguiendo a un grupo de niños. Yuri se convirtió en cocinera y cuidadora de la pandilla. En 1999, la cineasta Elia Schneider dirigió una película basada en ellos. La fama no les mejoró la vida. La obra se llamó Huelepega: ley de la calle.
—Si quedan dos vivos es mucho. Ahorita hay otra generación. El que quiere entrar debe estar dispuesto a morir.
Por desprecio o por tedio, la policía era un enemigo declarado. La ley no se asoma debajo de los puentes. Era común que después del trabajo, Yuri y su familia encontraran su ropa quemada y sus pertenencias desaparecidas. A veces, incluso, disparaban hacia debajo del puente para divertirse.
—Y al que le dieran, le daban. Una vez bajó un “paco” de La Guaira para llevarse a mi hija. Me rehusé y quiso comprarme a mi otro hijo. Se lo quería llevar a Mampote.
Los que no participaban en las actividades de la banda, como Yuri y su madre, aceptaban cualquier trabajo para sobrevivir el día. Lo usual era barrer la calle, ayudar en puestos de perros calientes, o limpiar las estaciones del transporte particular.
En el 2000 Yuri tenía 27 años, seguía en la calle, y había empezado a consumir una pasta de cocaína llamada “basuco”.
— Me atrapó el diablo por estar sola y tirada por ahí.
Era madre de tres y pronto llegarían el cuarto y el quinto. Había conseguido un colchón y unas cobijas para dormir mejor. Ninguno de los hombres con los que se relacionó se convirtió en su pareja. Eran aventuras con consecuencias imprevistas. Sabía que su promiscuidad había sido catastrófica, pero no se lamentaba. Su prioridad era sobrevivir y criar a sus hijos, a quienes no soltaba por nada.
— En las noches me los amarraba a los brazos y a las piernas para que no se fueran o para que no me los robaran.
La mañana de Navidad de ese año, Caracas se levantó con un cielo deslumbrante y limpio. Debajo del puente no se sentía el temblor de los carros. El sol no quemaba y hacía un clima primaveral. Yuri se levantó con ánimo, pero mientras el día fue avanzando, decayó. Se daba cuenta de su desgracia. Era Navidad y no tenían dinero para la comida. No tenían adonde ir. Revisó una bolsa negra de basura y sacó unas lechosas que le habían regalado. Las cortó y las repartió a sus hijos y a su madre. En silencio, las comieron con las manos, viendo al río podrido que doscientos años atrás había sido un arroyo paradisíaco.
—Un veinticuatro no se puede estar debajo de un puente por los tiros y los cohetones. El treinta y uno, peor. Teníamos que amanecer en una plaza sentados para recibir el año y la Navidad. Nunca se me olvida eso.
Así pasaron varios diciembres, hasta que en 2001 conoció a Nicolás, un buhonero de Catia que aún vende frutas y verduras. El hombre la cortejó. Le llevaba comida y ropa a la familia. Yuri lo vio como una oportunidad para ella y para sus hijos. Después de varios meses, aceptó su propuesta y se mudó con él a Blandín, un barrio al oeste de Caracas, cerca de la carretera Caracas-La Guaira.
Yuri logró salir de la calle para formar una familia, pero su pareja era un hombre violento. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
Yuri logró salir de la calle para formar una familia, pero su pareja era un hombre violento. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
La cárcel
Joselyn, la cuarta hija, pasó su noveno cumpleaños entre la alegría y la vergüenza. Era el año 2010 y su madre quiso celebrárselo en casa. El problema fue que la noche anterior había sucedido un suceso grave. Nicolás, borracho, había golpeado a Yuri. No era la primera vez. Yuri tenía meses considerando denunciarlo. Estaba harta del maltrato, vivía indignada, con temor. Su cólera se combinaba con el tedio de vivir encerrada en la casa. Los ingresos, además, los forzaban a la pobreza. Y cuando tenían un excedente, Nicolás lo gastaba en aguardiente. La alegría de la niña caribeña se había convertido en el resentimiento de una mujer desgraciada.
Los arranques de cólera se hacían más frecuentes. Cada tanto, Yuri canalizaba su descontento hacia sus hijos a través de gritos, insultos y golpes. La violencia era la norma del entorno. Solo faltaba una gota para derramar el vaso.
La ocasión se presentó cuando Yuri se enteró de que Joselyn tenía dos meses sin ir a la escuela. La niña se escapaba para ir a casa de una vecina con la que Yuri había tenido roces en el pasado. El ambiente inestable de la casa, el carácter irascible de Yuri, propiciaba que la niña buscase paz en otros lugares.
—Mi propia hija me mandó presa por cuatro años. Yo la mandaba a la escuela y ella no fue por dos meses. Se iba a jugar a casa de una señora. Después de que me enteré, fui a la escuela por la citación y la pelé. Y en ese 2010 salió que uno no le podía pegar a los niños.
Joselyn medía un metro cuarenta y usaba trencitas cuando la LOPNA se la llevó. Ese mismo día, un 26 de enero de 2011, Yuri se enteró de que su hermano Eddy había sido asesinado. A la niña la buscaron en el Cementerio del Sur, mientras velaban a Eddy. Sobre la tumba de su hermano, a Yuri le quitaron a su hija. La llevaron a una casa hogar en Los Teques.
—Fue una conspiración entre una prima, un hermano y una tía —afirma Yuri—. Manipularon a la niña y la dejaron botada, limpiándole el rabo a los viejos. Dijeron que la habíamos violado y que la poníamos a pedir en la calle. Era todo mentira. Ellos la querían para pedir dinero.
Yuri procura que sus hijos asistan a la escuela e intenta protegerlos, a pesar de la violencia dentro y fuera del hogar. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
Yuri procura que sus hijos asistan a la escuela e intenta protegerlos, a pesar de la violencia dentro y fuera del hogar. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
Las autoridades aprehendieron a Yuri el 6 de febrero de 2011. La llevaron a un centro de traslado en Propatria, en el oeste de Caracas. A las cinco horas se escapó. Saltó un muro y cayó sobre un techo en el Centro Comercial Propatria. Entre tiendas y transeúntes, atravesó desesperadamente la planta baja para ir a buscar a sus hijos y llevárselos a una tía. No los podía dejar solos, temía que se los llevaran a ellos también. Una vez asegurados, regresó a la sede de la policía.
—¿Por qué te escapaste? —le preguntó uno de los jefes de la sede.
—¿Por qué más va a ser? —repicó Yuri con saña.
—¿Por qué te escapaste? —repitió el hombre.
—Para buscar a mis hijos, ¿para qué más?
—Anda —amenazó el hombre—, vete otra vez. Pero si te agarro te mato.
Menos de un mes después la llevaron al Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF), el correccional de mujeres ubicado en Los Teques. Ya no tenía planes de escaparse. A Nicolás lo encerraron también. Entre ambos habían tenido seis hijos, los cuales quedaron esparcidos por Miranda y Vargas, al amparo de sus padres, cuñados, hermanos, tíos, y entidades sociales.
A Yuri le asignaron una celda colectiva. Un pasillo largo e inmundo, con pequeñas ventanas, en donde —según ella— convivían doscientas cincuenta mujeres. No había literas ni baños. Las reclusas debían traer sus propios colchones, su propia comida y defecar en tobos.
— Había mucho robo. Ahí tuve siete peleas para hacerme respetar, a puño limpio.
Además de los trabajos obligatorios, como limpiar aceras y cortar monte, lo que más hizo Yuri fue tejer y coser. Aplicaba lo que su madre le había enseñado. Se sentaba en el piso a hacer pantuflas, cintillos, gorros. Para guardar la ropa, transformó un pantalón en bolso y lo guindó de la pared. Los artículos que producía los vendía ahí mismo, o se los entregaba a su padre o a su hermana Marilús para que los vendiesen en la calle. Eran los únicos que la visitaban. El padre había aparecido cuando ellos todavía vivían en los puentes, su madre había muerto.
—No comía en el comedor porque había gusanos y cucarachas. Comía los domingos cuando mi papá me visitaba y me llevaba una comida digna.
Convencidos de que su reclusión era injusta, Yuri, su padre y su hermana Kathy, trabajaron durante cuatro años para que la liberasen. Recogieron firmas de los conocidos de Yuri. El caso fue presentado varias veces, pero era rechazado. La querían condenar por treinta años. Un día, el padre de Yuri denunció una situación ante la LOPNA. Uno de los gerentes de la casa hogar estaba explotando a David, de ocho años, el quinto hijo de Yuri, al obligarlo a vender caramelos y chocolates en La Guaira.
La denuncia alarmó a la organización y remitieron el caso a las autoridades. Lo analizaron, y Yuri tuvo la oportunidad de apelar por su libertad. El 15 de junio de 2012, el Tribunal Penal Décimo Quinto del área Metropolitana de Caracas le concedió la libertad condicional. Pasados cinco meses, recibió libertad plena. Pero la liberación no podía transformarse en alivio, estaba indignada, ultrajada, menospreciada. Durante tres años estuvo separada de sus hijos. Su propia familia la había traicionado, e incluso había encontrado cómplices en el camino. Como una funcionaria, que cada vez que veía a Yuri le decía que se pudriría en la cárcel. Por eso, cuando llegó el día de la firma, el día en que reconocerían su inocencia, Yuri desahogó su ira.
Estaban sentados alrededor de una mesa blanca en uno de los despachos del tribunal. El desprecio entre la funcionaria y Yuri era evidente. La tensión se transmitía en cada palabra. En esas condiciones sacaron los papeles y pasaron los bolígrafos. Le tocaba firmar a Yuri. Se inclinó sobre la mesa, firmó con fuerza, dejó la pluma, y cuando se irguió de nuevo, golpeó a la funcionaria en la oreja con toda la frustración que guardaba dentro de sí.
La consecuencia: seis meses más de prisión. Al salir, molesta con su destino y resuelta a mejorarlo, Yuri decidió unificar una familia que nunca había sido familia.
Yuri busca trabajo para producir dinero y mantener el hogar, pero cada vez es más difícil. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
Yuri busca trabajo para producir dinero y mantener el hogar, pero cada vez es más difícil. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
Un hogar
Para 2014, Yuri tenía nueve hijos de cuatro padres distintos. Nicolás fue el único que mantuvo contacto. De él provenían los niños menores: Rossi, del 2008, morena y de sonrisa viva, que aún no sabe leer; Josué Antonio, del 2007, que un día se robó un bulto de pasta para ayudar al hogar; Deiby, del 2006, que dejó los estudios en sexto grado para trabajar; Saraí, de 2004, que prefirió vivir con una de sus tías; y David, de 2002, el cual —según él— cayó preso en 2020 gracias a que un policía le sembró drogas.
—Él es la oveja negra —comenta Yuri—. Se cree más que los demás. Yo pensaba que la cárcel lo iba a concientizar, pero salió más malandro que antes.
Yuri temblaba cada vez que visitaba a David en la cárcel. La obligaban a verlo en la celda, rodeado de delincuentes.
—Me mandaban mensajes de la cárcel diciendo que si no pagaba la deuda de treinta dólares lo iban a picar.
Los hijos son la salvación y el martirio de Yuri. Joselyn, la cuarta hija, estuvo diez años en la casa hogar. En febrero de 2020 volvió a casa de Yuri con diecinueve años. Había pasado el final de su infancia y toda su adolescencia recluida. Apenas llegó se sintió incómoda. Despreciaba cada característica de su madre, de sus hermanastros. En una riña, haló a Rossi por los pelos y la arrastró por el apartamento. No hablaba con nadie, pasaba horas llorando en su cuarto y destruyó más de un objeto en la casa.
—Yo no la veo a ella como una mujer —confiesa Yuri—, yo la veo como a un macho. Yo estuve presa y sé quién es una dama y quién no. Ella me culpa por haber vivido diez años en esa casa, pero la verdad es que nadie la obligó a decir tantas mentiras. ¿Sabes lo que me contó cuando era pequeña, inocentonga? Me dijo que su tía la hacía meterse una manguera para adentro, y que para lavarse. La verdad es que la estaba desvirgando para decir que Nicolás la había violado.
La relación con Nicolás se desplomó después de la cárcel. La familia de él la culpaba de haberlo arrastrado a la miseria, y la convivencia entre ambos era una tortura. La posibilidad de quedarse sin techo y sin hijos hizo que Yuri envejeciera rápido.
Seis meses después de salir de la cárcel, una esperanza iluminó el camino de Yuri. Durante su reclusión, se enteró de que había sido seleccionada para la Misión Vivienda de Venezuela, un proyecto social del gobierno cuyo objetivo es dotar de viviendas a venezolanos en extrema pobreza. Le iban a regalar un apartamento, pero como nunca se presentó, el caso quedó archivado.
Siguió viviendo con Nicolás en el Barrio El Blandín porque no tenía otra opción. Algunos hijos habían vuelto con ella, pues ganó su custodia al mostrar que había sido liberada sin delito alguno. Un jueves cualquiera, mientras subía por las escaleras del barrio, Yuri escuchó a un vecino exclamar una pregunta curiosa:
—¿Quién coño es Yurismar Itriago? ¡Tengo dos horas buscándola y no la consigo!
Yuri y su vecino se frecuentaban desde hacía años sin saber sus nombres. A ella la llamaban La negra. A él, Chucho.
—Yo no les daba mi nombre porque la mamá de él es bruja.
Al insistir, Yuri confesó su identidad. Al hombre se le expandieron los ojos.
— ¡Necesitamos el certificado de alto riesgo de los bomberos para tu hogar, para que nos saquen de aquí!
Yuri no creyó nada pero hizo la diligencia. Los bomberos inspeccionaron la casa y dieron el certificado instantáneamente. A los diez días se enteraron de que la Ministra de Hábitat y Vivienda visitaría Blandín para comprobar los informes. Al llegar no tuvo dudas: ese sector estaba en alto riesgo de derrumbe. No tenía condiciones de sanidad y los servicios públicos no llegaban. Como en gran parte de los sectores populares en Venezuela, Blandín no tenía ni siquiera tuberías de agua. El trauma del Bret seguía vivo. Bastaba una lluvia medianamente intensa para que Yuri volviese a quedar sin hogar.
No hubo noticias en tres semanas. Las concesiones no se hacían de manera particular, sino en conjunto. Por política de la Misión, debían reubicar a todos los vecinos de Blandín, o a ninguno.
La noticia llegó cuando la ilusión se desvanecía. Yuri barría la escalera de su rancho y sintió a alguien. Subió la mirada y vio a Chucho, alegre, meciendo los brazos.
—¡Recoge que te vas!
A él le habían asignado un apartamento en Ciudad Caribia, una urbanización construida por el gobierno entre Caracas y La Guaira, y sabía que la próxima sería Yuri.
—Sin la llave en mi mano no les creo.
Yuri revisaba el teléfono treinta veces al día. La llamada llegó en una mañana en la que el rancho estaba inundado por una lluvia de la noche anterior. El ministerio, debido a sus antecedentes penales, le pedía un representante. Yuri repasó sus opciones. Su padre estaba muy anciano, sus hijos eran menores de edad. Nicolás estaba descartado. Pensó en su tía Kathy, que había sido un gran apoyo durante la cárcel. Ella aceptó y las citaron a un edificio inacabado en Catia, en el sector Gato Negro. Al llegar, vieron un toldo azul, sillas, filas de carros, y varias cámaras de televisión. Un grupo de obreros bebía cerveza bajo el sol del mediodía. Celia Cruz sonaba en unas cornetas enormes.
—Cuando entré en el apartamento no hice otra cosa que llorar. Todo olía a cemento. Me paré en el balcón y le di buenos días a Venezuela y buenos días a Dios. Yo estaba que me caía.
Esa noche durmió con una certeza que había olvidado décadas atrás. Ya lo creía, ya tenía la llave en su mano. Pronto recordó un consejo que le había dado un vecino.
—Negra, ¿cuándo te vas a poner a trabajar?
La pregunta rebotó en su mente por días. El vecino tenía razón, la única manera de vencer la pobreza era trabajando. Esa misma noche trazó un plan. Recolectó los contactos de Nicolás y montó un humilde puesto de verduras en el Mercado de Catia. El negocio no marchó ni bien ni mal. Apenas lograba un margen para comprar lo mínimo necesario, muy por debajo de la cesta básica.
Poco después, en 2016, mientras llevaba a sus hijos al colegio por las calles congestionadas de Catia, Yuri se encontró con un viejo amor. Un hombre apodado Mencho, que conoció cuando ella vivía en la calle.
—Él me ayudó bastante cuando vivía debajo del puente. Nos traía potes de comida. Duramos como seis meses. Nos conocimos, salíamos al hotel, íbamos a la discoteca. Yo dejaba a mis hijos con una cuidadora para poder salir. Pero después me llegó su señora embarazada…
No se volvieron a ver sino hasta dieciséis años más tarde. Después de reencontrarse, Yuri se separó de Nicolás para vivir con Mencho en su apartamento nuevo. Ambos conocen su situación, su pasado. Cuando la pobreza no los angustia, cuando el ayer no los atormenta, se tratan con afecto y suavidad. Ella le dice papi y él la llama mami.
—Ella es mi señora y mi amiga —dice Mencho—. Eso sí, la señora tiene más que contar que yo. Ella ha sido una señora muy sufrida. Viene del hueco, le han pasado muchas cosas. Y gracias a Dios, bueno, Dios es muy grande, y yo tengo que ayudarla hasta donde pueda.
Con cincuenta años, lento y de cabello blanco, Mencho asegura tener dieciocho hijos. No conoce a varios. Al poco tiempo se convirtió en la figura masculina que Yuri añoraba desde que su padre la abandonó. En su periplo por el oeste de Caracas, Mencho nunca consiguió un empleo satisfactorio. Ha sido mesonero, jardinero, conductor, vigilante, pasillero, plomero, escolta, y recientemente, minero del río Guaire.
Casi 30 años después de su vida bajo el puente, Yuri regresa a las calles, esta vez para buscar objetos que pueda intercambiar por dinero. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
Casi 30 años después de su vida bajo el puente, Yuri regresa a las calles, esta vez para buscar objetos que pueda intercambiar por dinero. Fotografía de Natacha Trebucq | RMTF.
La minería
Un puente de peatones cruza una fracción del Guaire, llamada Caño Amarillo. Mide cuatro metros de ancho y un kilómetro de largo, y empieza después de un enorme boquete de cemento. Parece una serpiente verde que se escabulle por el centro del centro de Caracas. Sus aguas son inmundas y babosas, pardas y fecales, y llevan los desperdicios de Catia.
En el siglo XIX, en esta zona estaba el terminal de Ferrocarriles y Tranvías Caracas-La Guaira. Los pasajeros llegaban sedientos del viaje y por esta razón instalaron un caño (un pequeño tubo) en las cercanías del Guaire para que los viajeros pudieran tomar agua. Dado que el líquido era amarillento por los sedimentos del río, la zona fue bautizada Caño Amarillo, lo que después dio nombre a la actual estación de metro.
El puente está a unos doscientos metros de la estación. Debajo de él, concentrada y a pleno sol de mediodía, Yuri deshilvana una bobina que encontró en el río. Los hilos de cobre rompen las yemas de sus dedos, pero no se queja. Ya no es la joven que veinte años atrás lloraba por sus errores. Ahora es una mujer de cincuenta años, recia, de piel agrietada. Tiene uñas cortas repletas de mugre, que a veces pinta de rosado. La vida le brota de la cara y se le desvanece en la memoria. De su frente caen venas anchas, y de sus piernas, brotan vellos negros y largos porque no se ha afeitado en semanas.
A su lado, un grupo de jóvenes entre dieciocho y treinta años extrae objetos de la cloaca. Unos silban y cantan, otros se sumergen y extraen escombros. Los acumulan en la orilla, y otro compañero los examina. Similar a los primeros pobladores del valle —que encontraban oro en las quebradas que bajan del Ávila— los jóvenes buscan zarcillos, pulseras, cadenas, cualquier objeto monetizable.
Cerca del puente se encuentra Mencho, que como un barco viejo y cansado atraviesa la corriente apestosa. Está sumergido hasta la cadera. Yuri, que ha encendido un cigarro, lo ve y aspira. Mira el humo disiparse entre los hedores invisibles.
— Uno ha pasado tantas cosas en la vida que ya no creo en nadie.
Los años la han vuelto desconfiada, beligerante. Su expresión se ha intensificado entre arrugas que parecen heridas y canas que parecen alambres. Cada gesto, cada palabra, cada movimiento, se multiplica por las emociones y experiencias del pasado.
—Esto se llena —dice de repente—. Donde usted ve bolsos significa que están buscando oro.
Como si fuese un vestuario deportivo, en las paredes que rodean a Caño Amarillo cuelgan bultos con el clásico tricolor. Son de unos quince jóvenes que comentan la novedad del día: la corriente trajo un sofá marrón que quedó varado en mitad del río. Uno bromea con llevárselo a su casa, otro con regalárselo a su enamorada. Cerca, Mencho levanta la puerta de un carro que estaba encallada, y la suelta. Luego recoge escombros y los lanza a la orilla. Yuri camina de un extremo a otro recogiendo lo que él extrae. Al final de la jornada, cerca de las cuatro de la tarde, guardan los sacos y se los entregan a una vecina para que los guarde. Si no consiguen a la mujer, lo esconden.
—Aquí, si te descuidas terminas desnudo. Si no, es el agua que crece y te lleva.
Esas no son las únicas dificultades. A diferencia de los jóvenes, Yuri y Mencho no extraen oro, sino hierro o cobre. Cuando acumulan una tonelada, la venden a “los chatarreros”, empresas especializadas en reciclar metales. Cada tonelada la venden en ciento cuarenta dólares. Solo el transporte les cuesta setenta. Naturalmente, se quejan del margen, el cual no compensa el esfuerzo y los riesgos. Además, las empresas tardan una o dos semanas en pagar.
—Ahora nos están cobrando el apartamento, sesenta dólares.
Para pagar el inmueble que les regaló Misión Vivienda, deben vender varias toneladas de chatarra. El apuro es mayúsculo. Las enfermedades, la crecida del río, y el entorno delictivo son preocupaciones de tercer orden. No les importa que en El Guaire se encuentren todas las enfermedades de transmisión hídrica, desde cólera y leptospirosis, hasta hepatitis A y salmonela.
El mito de la inmunidad rodea a todos los mineros del Guaire. Samir Kabbabe, médico de la Policlínica Metropolitana, asegura que la inmunidad se desarrolla a partir de la ingesta de pequeñas dosis contaminadas. Afirma que la piel es el escudo. Mientras no haya aperturas, existe cierta protección. Una herida, una llaga, un raspón, podría ser fatal. No obstante, ha habido casos donde la exposición a las aguas o al aire del Guaire ha infectado a personas con la bacteria leptospira, agente causal de la leptospirosis. De cualquier manera, algunos mineros están convencidos de que son inmunes, o de que simplemente están amparados.
—Una vez nos inyectamos, pero sobre todo nos encomendamos a Dios.
Terminada la faena, la pareja se ducha para quitarse el olor. Un olor pastoso, a ropa mojada y orina, que sube desde la superficie y se pega en la piel. El chorro que los lava proviene de una tubería rota. Si una persona está cerca, la pareja le pide que por favor se voltee porque la señora se va a cambiar. Se visten con prendas limpias, descoloridas, y se marchan a Gato Negro, que queda a veinte minutos a pie.
Esa es la rutina de lunes a viernes, de nueve a cuatro, desde que en marzo de 2020 se declaró cuarenta nacional.
—Desde que llegó esa pandemia me olvidé de la buhonería —dice Yuri—. Me gasté la plata en una nevera.
El confinamiento quebró el negocio. Sin poder vender, Yuri permaneció en su casa. Compró una nevera usada que la hizo tan efímeramente feliz como angustiosamente pobre, y pasó los siguientes días en los quehaceres domésticos y viendo la televisión. Luego se dañó su teléfono. Luego la lavadora.
—¿Cómo le dices a tus hijos que no tienes nada para darles de comer?
En paralelo, por los pésimos sueldos, Mencho había abandonado su empleo.
—Son una miseria, y cuando vas a ver se te escapa la vida porque el horario no te permite tiempo para nada.
El Observatorio Venezolano de Finanzas (OVF), indica que para marzo de 2022 la remuneración promedio del sector privado cubría solamente el 32% de la canasta alimentaria. En el sector oficial, cubría apenas el 8%. Esta brecha ha impulsado a profesionales y a asalariados a la economía informal.
Como muchos venezolanos, Mencho eligió el comercio, con la particularidad de que su producto sería chatarra de la cloaca de Caracas. Yuri no se opuso: si traía dinero a la casa honradamente, sin perjudicar a nadie, estaba bien. Su tolerancia se transformó en interés al poco tiempo. Un día se hartó de barrer y limpiar pocetas, y le pidió a Mencho que la llevara al río. El Guaire era su mejor opción.
—Así terminé siendo minera del Guaire.
En una mezcla de resignación y esperanza, con la disciplina de un trabajo formal, Yuri y Mencho van día tras día. Ninguno conoce la historia del río. Ninguno imagina que esa agua nauseabunda fue una vez potable. Que en las orillas donde hay basura y heces, hubo playas donde la gente se bañaba. A veces, la corriente no regala nada, y deben viajar a otro punto, como Las Mercedes o Bello Monte, La California o Los Cortijos. Otras veces, vuelven a casa con más frío y malos olores que metales. Lo único que les brinda tranquilidad es la noción de tener un techo propio, aunque todavía no lo hayan pagado.
Recientemente, a la altura de Bello Monte, mientras sumergía la cara en el agua contaminada, Mencho encontró un brazo. En Caño Amarillo descubrió un hombre descuartizado. Meses atrás se toparon con el ataúd de un bebé. El susto hizo que Yuri recordase los años en los que vivió debajo del puente con sus hijos. Por respeto, colocaron la pequeña urna en el agua, y contemplaron cómo la corriente se la llevaba.
Créditos
Dirección general: Ángel Alayón y Oscar Marcano
Jefatura de diseño: John Fuentes
Texto: Raúl De Armas
Edición: Indira Rojas, Ángel Alayón y Oscar Marcano
Fotografías: Natacha Trebucq | RMTF
Caracas, 5 de mayo de 2022