Por Luis Guillermo Franquiz
El 2 de mayo abandoné Bogotá porque me quedé sin trabajo y sin dinero para pagar el arriendo de la habitación que ocupaba. Llevaba casi dos años viviendo en Colombia. Y lo disfrutaba, a pesar del distanciamiento de mi familia y del apartamento propio que ocupaba en Venezuela. Había aprendido a dejar todo eso atrás, desprendiéndome de esas añoranzas como si fuesen un lastre innecesario.
Hice nuevos amigos. Compré libros. Asistí a eventos culturales y literarios. Me concentré en mi trabajo y seguí adelante. De vez en cuando echaba en falta pequeños detalles hogareños, pero el dinamismo de las actividades bogotanas ayudaba a que me mantuviera concentrado en lo que era importante. Y cuando parecía haber alcanzado un tipo de estabilidad, el mundo entero pareció detenerse con una enfermedad desconocida.
Al principio se trataba de algo lejano, al otro lado del planeta, en un continente distinto; pero se las ingenió para cruzar el Atlántico y expandirse entre nosotros. Entonces comenzó el confinamiento preventivo y obligatorio, y todo se cerró a partir del fin de semana del 21 de marzo, primero sólo en Bogotá, como un ensayo organizado por la Alcaldía de la ciudad, y después en todo el país, de acuerdo a las órdenes presidenciales. El freno parecía definitivo, y alcancé esa certeza luego de la última entrevista con mi jefe. Solíamos reunirnos alrededor de media hora, cada mañana, para discutir las actividades pendientes del día. La reunión matinal del viernes 24 de abril iba a tomar un rumbo diferente. Lo intuí cuando mi jefe dijo que debíamos hablar sobre mi trabajo; no es que él tuviera quejas sobre mi desempeño laboral pero,
—La editorial —me dijo— está operando a media capacidad, tú lo sabes.
—Sí, por supuesto.
—Toda esta situación nos empuja a tomar decisiones muy difíciles, créeme. Muy difíciles.
—¿Me va a despedir? —le pregunté.
Mi jefe hizo una inspiración profunda antes de asentir con lentitud, sin dejar de mirarme.
—Y no sólo a ti —dijo—, tenemos que prescindir de la mitad de la plantilla. No podemos pagarles a todos. No hay dinero. Y los que se queden tendrán que aceptar una reducción del sueldo. No podemos hacer más. De verdad, lo siento. Estábamos muy contentos con tu trabajo aquí…
Era un venezolano en un país extranjero, todavía sin la documentación reglamentaria para hacer un trabajo legal. Me desempeñaba en algo que me gustaba y sabía hacer bien, en una editorial grande, pero las circunstancias no estaban a mi favor ni en el de mucha más gente, como luego comprobé.
Aquello se asemejaba a una guillotina silenciosa y colectiva. Con la ciudad cerrada, las posibilidades de cualquier trabajo informal se vieron reducidas a cero. No podíamos hacer nada para conseguir el dinero suficiente y pagar la comida, o los servicios, o el arriendo. Muchos fueron sacados de sus habitaciones; algunos con cierta amabilidad, otros de mala manera, con insultos y golpes. Parecía que la tolerancia colombiana había llegado a su fin.
Conversé la situación con mi casera. Una mujer cordial y comprensiva. Pero también ella necesitaba dinero. Convinimos en que abandonaría la habitación a principios del mes de mayo, dejándole casi toda mi ropa, zapatos y libros. La señora prometió guardarme lo que pudiera durante un tiempo indefinido. Ya las llamadas telefónicas con mi familia habían pasado y todos entendimos que no había otra opción.
—Espérate —pidió mi hermana desde San José de Costa Rica, donde vive con su esposo—. De repente algo sale. Es una locura lo que quieres hacer. Yo creo que te puedo mandar algo de dinero…
—Ajá. ¿Y después? ¿Y el mes que viene? Piénsalo bien, porque yo evalué ya esas opciones.
—Sí, lo sé… Bueno, pero al menos deja que te ayudemos con el dinero del vuelo…
—¿Cuál vuelo? ¡Los aeropuertos están cerrados! ¡No hay autobuses!
Mi hermana soltó la acostumbrada imprecación venezolana que se dice en los momentos de frustración. Sin aviones, con el transporte público restringido, sin trabajo, sólo quedaba una opción: regresar caminando hasta la frontera y cruzarla. Además, le insistí, yo no era el único aventurándose a recorrer los 554 kilómetros que había hasta Cúcuta. Revisé YouTube. Leí las noticias en Twitter. El flujo de venezolanos que regresaba hacia Venezuela, a pie, se incrementaba cada día. Mi esperanza era unirme a uno de esos grupos, llegar a salvo hasta Cúcuta y cruzar el puente Simón Bolívar. Estaba al tanto de la escasez de gasolina en Venezuela, pero parecía que tras cumplir una breve cuarentena en algún refugio de San Antonio del Táchira, el gobierno local se encargaba de enviar a la gente hasta sus destinos en cada estado. Tal y como estaba proyectado, parecía un plan seguro y decidí intentarlo.
Reconozco que fui optimista al respecto. Salí de la ciudad el día 2 de mayo, con dos morrales encima, uno en la espalda y otro en el pecho. Una muda de ropa interior, otra franela, una laptop, tres carpetas llenas de papeles manuscritos, el teléfono celular, mi billetera y todos los libros que pude llevarme; el resto tenía que dejarlo en la habitación. Fue uno de esos momentos en que uno se concentra en las prioridades, y las mías eran literarias: de vuelta en Venezuela no iba a conseguir esos títulos que había comprado en Bogotá. Lamentaba dejar los otros libros, pero el espacio libre se había acabado. Caminé solo durante la mayor parte de ese primer día, sin cruzarme con otros caminantes, y los dos venezolanos con los que tropecé intentaron disuadirme de mi viaje,
—No te vayas —me dijo el primero—, vamos a organizarnos bien, armamos un campamento con otros venezolanos y trancamos la vía, si es necesario, hasta que la Alcaldía consiga un autobús y nos mande para la frontera. Ya lo han hecho. A ellos no les conviene tenernos aquí, a la intemperie. No te precipites. Vamos a hacerlo bien.
Y el segundo caminó un rato conmigo, porque no había transporte local y estaba convencido de que mi plan era una muestra de cobardía:
—Deberías sólo buscar una habitación más barata y pedir comida. ¿Alguna vez has pedido comida? Aquí la gente es muy amable. Siempre hay alguien que te ayuda con algo. ¿Para qué te vas a regresar a Venezuela? ¡Ya lograste salir de allá! Y ese es el paso más importante…
—No puedo quedarme.
—Sí puedes —insistía él—, pero no quieres hacerlo. Todavía no has tocado fondo, y ya estás listo para rendirte. Piénsalo bien. Estás a tiempo. Estira el dinero. Pide comida. No cometas la locura de regresarte. No sabes con qué te vas a encontrar en Venezuela. Aquí estamos mejor a pesar de todo. No seas cobarde…
Pero yo estaba decidido a intentarlo. Tuve que detenerme después del mediodía, por el peso de los morrales, el dolor en uno de mis pies, la incomodidad del calzado y las primeras ampollas. Justo cuando parecía que mi única alternativa era devolverme a Bogotá, me alcanzaron otros dos venezolanos que iban en la misma dirección y con la misma idea en mente. Digo que me salvaron, porque me pidieron que siguiera con ellos, y lo hice; viajar solo no se compara a hacerlo acompañado. Hay una gran diferencia. La charla. El peso compartido, físico y emocional. La seguridad de no saberse a solas en la carretera. Todo sumaba y el resultado me devolvió el optimismo.
Con esos muchachos hice la primera parte del trayecto. Más adelante nos topamos con más venezolanos; otros nos alcanzaron en mitad de la caminata. Y cuando me sentía tan cansado que casi no podía seguir, aparecía alguno diciendo que venía desde Perú o Ecuador, y que llevaba más de un mes caminando. Ese tipo de encuentros solía devolverme algo de la fuerza perdida, o del entusiasmo, incluso la esperanza de lograrlo a pesar de las dificultades y el agotamiento. Si ellos podían hacerlo, yo también lo haría. Nunca pensé que sobrepasaría mis límites, una y otra vez, con tanta facilidad.
Dormimos en distintos sitios a lo largo del camino. Casas abandonadas. Plazoletas. Puentes. Pasarelas. A orillas de la carretera. Debajo o abordo de un camión. Entre las raíces de algún árbol. Jardines. Aceras. Porches. Gasolineras. Y esos dos muchachos del comienzo se convirtieron en otros grupos, grandes y pequeños, hasta que les perdí la pista y no los vi de nuevo. En alguna curva me tocó socorrer a un chico que acababan de atropellar, y fue una experiencia muy desagradable. El muchacho no paraba de llorar y apenas podía moverse. Creo que fue una suerte que justo hubiese comprado algunas cosas básicas en una farmacia del pueblo por el que pasáramos, para estar preparados en el camino.
—Me duele —se quejaba el muchacho—, me duele mucho… Ay… Me duele…
Lo ayudamos a apartarse de la vía. Lo sentamos en el porche de una casa. La dueña se asomó y dijo que iba a llamar a la policía. El llanto del muchacho se hizo intermitente. Limpié las heridas con agua oxigenada y algodón. Coloqué gasas limpias donde pude y las sujeté con cinta adhesiva. Revisé que no tuviera fracturas. La piel comenzaba a oscurecerse alrededor de las contusiones. Otros cortes, más profundos, ameritaban atención médica profesional que ninguno podíamos darle en ese lugar, como puntos y suturas, pero la señora volvió a asomarse, con el teléfono en la mano:
—¿Ustedes son venezolanos? —preguntó.
Todos asentimos mientras el muchacho temblaba sin poder evitarlo. Estaba en shock.
—Dicen que no pueden mandar una ambulancia, porque no son colombianos. Pueden pedirle a una patrulla policial que pase, pero no se lo van a llevar…
Mirábamos al chico atropellado, solo y malherido, con una mano aferrada a la tira rota de su morral y sin comprender bien la desgracia de su situación. Allí tuvimos que dejarlo, tratando de incorporarse para seguir más adelante, porque la dueña de la casa no lo quería en su porche y tampoco podíamos llevarlo con nosotros. Otro muchacho murió al caer de un camión, según nos contaron luego. Algunos decidían quedarse en una ciudad y probar suerte antes de seguir hacia la frontera. Muchos me alcanzaron mientras caminaba. Muchos me dejaron atrás porque no podía llevarles el paso debido a mis heridas. Las ampollas se habían agrandado. La planta de los pies estaba agrietada. Los tobillos inflamados. Perdí las uñas sin dolor, como si me arrancara trozos de piel muerta. Estuve dos semanas sin ducharme y aprendí lo que significa defecar entre la maleza y usar un retazo de tela para limpiarme. Hambre. Sed. Insolación. Entumecimiento. Insomnio. Llanto. Pero nunca me planteé regresar a Bogotá. Lo único que importaba era mantenerse en movimiento. Tampoco faltaban las sonrisas, las pausas, los paréntesis de tranquilidad en medio de la larga marcha.
—Recojan madera —pedía algún chico, al caer la tarde—. Pedazos pequeños. Hagamos una fogata para espantar el frío.
—Y las culebras —decía alguien más.
—¿Cómo es que se llama este tipo? —preguntaba otro—. ¡Mira! ¡El chamo de Valencia!
—¿Qué pasó?
—¿Se te acabó el arroz? ¡Sácalo ahí! Este pana tiene unas verduras… Vamos a hacerlo todo junto. Consigue agua para lavar la olla. Pregúntale al señor que es de Sucre si te la presta.
—Yo cocino —se ofrecía el más sagaz—, pero me dejan algo en la olla.
—¡Éste dejó la novia en Cali! —sonreíamos—. ¡Y que lo va a “esperar” mientras dura la cuarentena, dijo! —y todos soltábamos la risa.
Reíamos a pesar del dolor y el cansancio y las ampollas, mientras las chispas fosforescentes subían desde la fogata. La poca comida que conseguíamos era compartida con todos. Descubrí que la vergüenza sólo se sentía una vez, la primera vez. Nos manteníamos atentos a los restaurantes que estuviesen abiertos, o a las panaderías. Era sencillo:
—Buenas tardes… Qué pena con usted, pero no hemos comido en todo el día. ¿Tendrá algo que pudiera regalarnos? Cualquier cosa, lo que pueda…
Al ver que éramos venezolanos, casi todos se mostraban dispuestos a ayudarnos; a veces era una bolsa llena de panes, un envase con sopa, una botella de gaseosa o una panela de papelón. Nos cruzamos con personas que detenían sus vehículos o salían de sus casas para ofrecernos algo de fruta o pan, jugos, agua, los restos de algún almuerzo o cena, y nosotros lo aceptábamos sin preguntar, sin reservas, agradeciéndoles el gesto.
En otras partes nos tocó ver la cara contraria de la moneda: indiferencia, intolerancia, gestos airados para que no nos paráramos a pedir o espantarnos como si fuésemos perros callejeros porque temían que los contagiáramos con el covid-19. Eso sucedía más que todo en los pueblos pequeños y si teníamos dinero no se podía usar porque la mayoría de las poblaciones por las que pasábamos estaban bloqueadas o cerradas al paso de gente que no viviera allí. Policías, militares y personal sanitario rociando y desinfectando carros en alcabalas antes de permitirles la entrada, pero a nosotros nos conminaban a seguir, a no detenernos, sin importarles si estábamos cansados o si alguien llevaba alguna herida. No nos querían allí y eso era todo.
El consenso general, fuese cual fuese el grupo con el que iba, era llegar hasta Bucaramanga. Ese era el punto final de nuestra caminata. Desde allí no íbamos a poder seguir a menos que alguien nos llevara en un camión. Después de Bucaramanga estaba el Páramo de Berlín, con temperaturas bajo cero, escaso tráfico vehicular y un largo trayecto ascendente hasta la cumbre. La mayoría de la gente con la que nos cruzamos o que nos ayudó pedía que no lo intentáramos. Era muy difícil. Era un riesgo mayúsculo que la noche nos agarrara a mitad de camino y sin ningún lugar donde guarecernos. Corrían rumores de gente que había muerto intentándolo. Bebés congelados en brazos de sus madres. Personas con hipotermia a orilla de carretera. Lo mismo se decía del paso después de Tunja, pero lo habíamos logrado con éxito.
Al llegar a Bucaramanga nos impresionó la cantidad de gente que había en Parque El Agua. Un campamento improvisado. Colchonetas en las aceras. Bolsas negras a manera de techos. Una larga lista de espera. Allí me reencontré con gente que había visto en la vía, y casi todos estaban decididos a esperar por algún transporte de la alcaldía que los llevara hasta Cúcuta. Decían que unos autobuses salían los días jueves y sábados de cada semana, pero el volumen de personas me hizo creer que aquello era esporádico. Lo mismo ocurría con las bolsas de comida que a veces repartían algunas organizaciones no gubernamentales. Era quedarnos allí y anotarnos en la lista de espera o intentarlo a través del Páramo de Berlín.
Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP
Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP
Una pareja de muchachos ofreció una alternativa. En el kilómetro 8, a la salida de la ciudad, en la vía hacia Cúcuta, había un paradero de camiones. Ellos estaban gestionando con los conductores para que subieran gente a sus transportes y los trasladaran hasta Cúcuta por una cantidad determinada de dinero. El precio era de cuarenta mil pesos y era la suma exacta que me quedaba en los bolsillos. Lo discutimos con rapidez. No todos podían costearlo. El grupo se redujo a cinco adultos y dos niños. Decidimos hacerlo. Ellos llevaban dos coches infantiles, tres carruchas y muchas maletas. Yo apenas cargaba el peso de un solo morral, porque el otro lo había perdido en el camino. Varios días atrás, un camión se detuvo para ofrecernos un aventón. Muchos corrimos para treparnos en la batea y ahorrarnos todos los kilómetros que pudiéramos. Eso había sido hacia el final de la tarde. Estábamos agotados y hambrientos y en algún momento me quedé dormido con el movimiento del camión. El conductor aminoraba la velocidad en las curvas y en los puentes, y supongo que en una de esas frenadas alguien más aprovechó para agarrar mi morral y tirarse de nuevo a la carretera. Después supe que era una práctica común y que muchos se mantenían en la vía para cazar a los despistados y quitarles sus pertenencias esperando conseguir algo de valor. Eso formaba parte también de la larga marcha: los depredadores del camino.
Llegamos con veinte minutos de retraso. El camión se había ido ya con su carga de gente. Decidimos dormir allí y esperar hasta el día siguiente a que saliera el próximo viaje. Cada camión partía con treinta personas ocultas en la parte posterior, protegidas de la vista policial por un conjunto de lonas y encerados. Desde la mañana comenzaron a llegar otros posibles pasajeros y poco a poco se iba formando un grupo cada vez mayor. Muchachos. Ancianos. Niños. Mascotas. Algunos no tenían el dinero suficiente para pagar el traslado y negociaban lo que tuvieran a mano: teléfonos celulares, computadoras, reproductores de música, zapatos de marca. Todo tenía un precio y siempre se podía lograr un acuerdo, aunque el dueño del artículo sintiera que perdía con el intercambio. Al final, a todos nos interesaba una sola cosa: subir al camión y que nos llevaran hasta Cúcuta. Las condiciones del arreglo no importaban tanto. Alrededor de las 7 pm, el conductor decidió partir. Subimos y ayudamos a subir a los demás. El equipaje. Los coches. Los perros. Nos acomodamos a lo largo de ese reducido espacio y, cuando bajaron las lonas, algunos se inquietaron creyendo que nos íbamos a asfixiar.
Resultó que esa era la menor de nuestras preocupaciones. Casi todos nos echamos en el piso e intentamos dormir. El trayecto era de varias horas. No pasó mucho tiempo antes de que el frío se colara por las rendijas, impulsado por la velocidad del camión. Un frío intenso que mordía cualquier pedazo de carne descubierta, pero ninguno se quejaba, ni siquiera los niños. Viajamos toda la noche y al final nos detuvimos en mitad de la madrugada. Abrimos los ojos y estiramos piernas y brazos. No identificábamos ninguno de los ruidos del exterior, y después la lona posterior se levantó con un movimiento brusco. Vimos la silueta del conductor iluminada por las luces rojas y azules de una patrulla policial.
Nos obligaron a descender. Estábamos cerca de un peaje. Los policías ni siquiera nos tomaron en cuenta, concentrándose en el chófer. A mí no me resultó extraño porque ya había comprobado en la carretera que nosotros no existíamos. Varios militares nos lo habían explicado bien en otro tramo del camino: para el gobierno colombiano simplemente éramos “los caminantes”, ése era el nombre con el que se nos designaba al grupo de venezolanos en ruta hacia la frontera norte. El resto de los colombianos estaba obligado a cumplir la cuarentena, pedir salvoconductos o ser multados si quebrantaban los reglamentos; nosotros, no. Los policías y el personal militar tenían órdenes de no ayudarnos, pero también de no impedirnos la marcha. Si queríamos abandonar el país, ellos nos lo permitirían con gusto, sin poner obstáculos. Llevaban un cálculo aproximado de cuántos venezolanos iban en la carretera de acuerdo a los peajes que cruzábamos en la vía; no sólo desde Bogotá, sino desde Medellín, Cali, Cartagena o incluso la frontera con Ecuador.
—Disculpe —dije en uno de esos peajes—. Mi amiga tiene muchas ganas de orinar, pero tiene los pies inflamados. ¿Sería posible que usted le prestara el baño?
—Sí, claro —dijo el hombre—, pero sólo para ella.
—Está bien. No hay problema.
Y mientras mi amiga orinaba, el hombre nos hacía preguntas sobre el recorrido, los lugares por los que habíamos pasado, el tiempo que llevábamos caminando.
—Ustedes van en la retaguardia de este grupo —nos explicó—. Nos damos cuenta por el volumen de caminantes. Ahora pasan cada vez menos. Así hasta que comienzan a subir las cantidades y sabemos que se trata del siguiente grupo grande, aunque no vayan juntos.
—¿Y han pasado muchos? ¿Nos llevan bastante ventaja?
—Un día, más o menos; depende del paso con el que sigan. En este grupo hay alrededor de unas novecientas personas delante de ustedes.
Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP
Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP
Por eso no resultaba extraño que los policías se hubiesen concentrado en el chófer y, mientras éste iba hasta la oficina del peaje, nosotros bajamos las maletas y los bolsos porque sabíamos que ese era el final del trayecto para nosotros. Un grupo decidió quedarse allí y esperar hasta que amaneciera; los demás, al saber que estábamos tan cerca de Cúcuta, optamos por seguir caminando. Fue una larga caminata el resto de la madrugada. Nos dividimos en subgrupos y pronto nos separamos. Ya no hacía frío y tratamos de ganar terreno tan pronto como podíamos, porque nos inquietaba el calor sofocante de esa zona. Muchos ya habíamos pasado por la experiencia de atravesar las nubes de polvo y tierra de La Parada, y preferíamos llegar allí antes de que el sol subiera demasiado. No sabíamos con qué nos íbamos a encontrar más adelante. ¿Habría mucha gente en el puente? ¿Había paso hacia Venezuela? ¿Tendríamos que esperar otro día más antes de poder hacerlo? Creo que esas preguntas iban rebotando de una cabeza a la otra, aunque ninguno las mencionara.
Llegamos a las afueras de Cúcuta cuando despuntaba el sol en el horizonte. Lo miré largo rato, sin dejar de caminar. Era la mañana del día número 16, contando desde que había salido de Bogotá. Me costaba asimilarlo y digerir todo lo que había sucedido en el medio de esas dos fechas. Nos paramos en una plazoleta a descansar y pedimos indicaciones sobre la mejor ruta para llegar rápido al puente Simón Bolívar. Nos dijeron que podíamos cortar camino atravesando una enorme cuesta y un barrio del otro lado de la colina. Para ese momento quedábamos seis en el grupo. No pude evitar una pequeña sonrisa cuando llegamos a La Parada, con su acostumbrado bullicio y los remolinos de polvo sobre la carretera. Me detuve un momento y miré por encima del hombro. Lo había logrado. Estaba allí. La larga marcha tocaba a su fin. Ignoraba cuánto tiempo me iba a tomar cruzar la frontera, pero casi podía tocarla con la punta de los dedos. Los altos cerros se alzaban al otro lado y Venezuela nos esperaba al cruzar el río.
Créditos
Jefatura de diseño: John Fuentes
Edición: Ángel Alayón, Oscar Marcano y Valentina Oropeza
Fotografías: Schneyder Mendoza, Luis Robayo | AFP, Luis Guillermo Franquiz
Caracas, martes 11 de agosto de 2020