Este testimonio es parte de la serie especial Este es mi momento.
Por Ricardo Barbar
—Nunca he sido discriminado.
Habla Rafael, cabello largo trenzado, gerente general de una fábrica de ropa para caballeros en Caracas. 56 años, cinco de ellos viviendo en su casa en el barrio de Gramoven, en Catia, Caracas.
—¿Y aquí en el barrio tampoco?
No. Yo hago montajes, bailes, me disfrazo. Puedo imitar a Rocío Dúrcal, a Juan Gabriel. Los vecinos me llaman para los cumpleaños.
—¿Y cuando eras más joven?
—Ni cuando era joven. Y eso que antes, si nos ponemos a caracterizar la época, éramos muy, no perseguidos, pero sí más discriminados. Sí he sentido que a otras personas como yo los discriminan, pero conmigo no se meten.
—¿Nunca te han atacado?
—Nunca.
Rafael es el segundo de cinco hermanos. Sus padres (ambos colombianos) iban y venían desde San Onofre, Cartagena, y cruzaban hasta Venezuela buscando oportunidades de trabajo. En esas idas y venidas nació el primer hijo, a quien un día el padre se lo llevó de paseo. Rafael no sabe qué sucedió, pero su primer hermano murió. Cuando Rafael estaba en el vientre, el padre dijo que buscaría trabajo en Venezuela, pero no regresó a Colombia.
—Mi papá nos abandonó. Nunca nos mandó dinero. Esa señora madre mía fue la que me crió y vivió todo por mí. Me entendió tal cual soy.
Cuando era pequeño y preguntaba por su padre, le decían siempre que estaba de viaje. Fue a sus 21 años cuando, por una tía, supo que su papá vivía en Puerto Ordaz, en el estado Bolívar, Venezuela.
—Viajé hasta allá y lo encontré. Le dije: “Señor, ¿usted es Gualberto Pérez?”. “Sí”, respondió. “Soy el hijo que dejó en la barriga de mi madre”. Se puso a llorar. Fui gay, y mi papá normal: “Ese es mi hijo”. Después se enfermó y yo iba a cuidarlo hasta que murió. Nunca quiso decirme por qué nos abandonó.
Rafael pasó gran parte de su vida en Valera, estado Trujillo, donde compartió con sus otros cuatro hermanos, y donde los rumores llegaban a oídos de su hermana. Un día ella lo abordó y le preguntó si le gustaban las mujeres.
—Le dije que no y que tenía que aceptarlo. Ella me quería golpear. Nos pusimos a discutir, a forcejear. Me quería lanzar por un barranco, porque estábamos en una platabanda, pero en ese momento le agarré el dedo sin querer y se le dobló.
—¿No crees que eso fue discriminación?
—Yo pienso que no, yo creo que... Bueno, pienso que sí.
—¿Crees que lo has normalizado para protegerte?
—Sí. Lo he hecho bastante.
Rafael se levanta de su silla y da dos vueltas por la pequeña sala de su casa. La frente le suda, se acomoda el cabello.
—Tienes razón —concluye.
Fotografía de Kenny Jo | RMTF.
Fotografía de Kenny Jo | RMTF.
—¿Cómo fue tu infancia?
—De pequeño no demostré lo que era: siempre estuve vestido de hombre —dice, hoy vestido con shorts ajustados y una franela blanca y amarilla, también ajustada—. Nunca le llevé una novia a mi mamá, pero sí muchísimos amigos.
Ese secreto se mantuvo en el transcurso de su vida. Las parejas de Rafael —dice— son hombres casados con hijos o con novia.
—Hay hombres que me dicen “Qué lástima que tú no eres mujer, porque si lo fueras me quedaría contigo. Pero tú no das hijos”. Ustedes dirán que todo el que me haga el amor es gay. No puedo estar con otra loca que se vista de mujer. Pienso que hay más promiscuidad. Porque va a tener relaciones con otros. De repente el hombre casado con hijos se cohíbe más.
—¿No crees que decir “loca” es discriminación?
—¿Discriminación por qué si no hay amor? No es que no pueda compartir y tomarme un refresco o salir con ellos, pero a nivel sexual no. “Loca” es un decir en Venezuela. Es como decirle a un chamo “loco”.
Rafael no tiene pareja. Considera que su casa es un lugar tranquilo donde puede llevar a amigos y se puede relacionar, a pesar de que cada 15 días tiene agua y falla la electricidad.
—Ayer un amigo mío, muy querido, amado prácticamente, me vino a visitar y me dijo: “Esta es la última persona que me faltaba por ver”. Luego se fue y mató por celos a su esposa y se mató él. Eso me pegó.
—¿Y él era gay?
—No lo sé.
—¿Tenía una relación contigo?
—No —dice. Mira hacia abajo y aleja la mirada.
Rafael recuerda a quienes ha perdido: les lleva flores y visita su tumba. De todas las muertes, ninguna se asemeja a la de su madre.
—De repente, si tienes hijos y esposa, ya tienes una familia, pero soy gay y no tengo hijos. Mi familia más cercana era mi mamá. Cuando murió me sentí huérfano, y todavía.
Rafael cierra la puerta de su casa para evitar las moscas y tras ella aparece un gran altar. Tiene estatuas de santos de todos los tamaños. “Las tres potencias”: María Lionza, el Negro Felipe y el indio Guaicaipuro, deidades de la cultura venezolana. También varias figuras de Santa Bárbara, Simón Bolívar, José Gregorio Hernández y una parte reservada para los difuntos, a quienes todos los lunes Rafael les enciende una vela. Tabaco, ron, caña clara y hierbas acompañan a los santos.
—Cuando tenía como ocho años, estaba durmiendo y sentí que una señora con el cabello muy largo me pasaba la mano por la cara. Después de eso duré enfermo casi un año, y desde ese episodio empecé a tener dones. Un día, de niño, vi a una señora en su ataúd. Y de repente, a través del ataúd, vi a la señora maquillándose. Luego, ya de grande, vivía con una señora que tenía un altar, practicaba bajando indios, vikingos… y empecé a guardar coroticos e hice mi altar.
“Mucha gente” —dice— le lleva niños para curarlos del mal de ojo. Él les reza un padrenuestro, les hace imposición de manos y “al día siguiente no tienen mal de ojo”. Paradójicamente, Rafael no se asume santero, como llaman a las personas que practican estos oficios. Dice que explota sus dones de sanación.
—Una última pregunta antes de irme —le digo—. ¿En algún momento de la entrevista me mentiste?
—Sí.
Créditos
Edición: Ángel Alayón, Oscar Marcano y Luisa Salomón.
Texto: Ricardo Barbar.
Fotografía: Kenny Jo | RMTF.
Diseño y montaje: John Fuentes.
Dirección de Fotografía: Roberto Mata.
Caracas, 21 de noviembre de 2024.