Por Valentina Oropeza


Leo vio la noticia en el teléfono y le escribió a su jefe. Había varios casos de neumonía por un virus desconocido en una ciudad llamada Wuhan, en el centro de China. Nadie había muerto, pero Leo propuso seguir la historia. Le inquietaba que se propagara un virus nuevo por un país de casi 1.400 millones de personas. Faltaban tres semanas para el año nuevo chino, la festividad que provoca el mayor movimiento migratorio del mundo anualmente. El jefe respondió que esperarían; acordaron monitorear la información desde la oficina donde trabajaban en Pekín.

Leonardo Ramírez y los expatriados occidentales en China celebraban la llegada de 2020. La Comisión Municipal de Salud de Wuhan informó, el 31 de diciembre de 2019, que había 27 casos de neumonía viral; siete de ellos eran graves. Wuhan es la capital de la provincia de Hubei y la ciudad más poblada del centro de China, con 11 millones de habitantes. 

El comunicado decía que “muchos de los casos de neumonía recibidos estaban relacionados con el mercado de mariscos del sur de China en Wuhan”. Suponían que allí se había iniciado el contagio. Los pacientes tenían fiebre, dificultad para respirar, y algunas radiografías de tórax mostraban lesiones en los pulmones. Hasta el momento no se había encontrado “ninguna transmisión obvia de persona a persona y ninguna infección del personal médico”. Trabajaban para identificar el patógeno, que podía ser un virus de influenza o parainfluenza, un citomegalovirus, adenovirus o rinovirus. La última familia de virus listada en ese recuento fue la del coronavirus. 

Los virus son agentes infecciosos que se reproducen dentro de las células de otros organismos. Entre los agentes infecciosos que pueden enfermar a una persona, como las bacterias, protozoarios o parásitos, los virus son los más primitivos.  

Leo se mudó a Pekín en mayo de 2018, para coordinar el equipo de televisión en China y Mongolia de la Agencia France-Presse. Comenzó a trabajar en la AFP ocho años antes, en la oficina de Caracas, primero como fotógrafo y luego como videógrafo. 

Descubrió que le gustaba tomar fotos a los diecinueve años, gracias a un curso de fotografía analógica que le regaló su papá en el taller de Roberto Mata. Estudiaba Sociología en la Universidad Católica Andrés Bello sin mucho entusiasmo. De las opciones que había, era la carrera que menos le disgustaba.

Leo se sentía perdido. Acababan de diagnosticarle Alzheimer a su abuela Yolanda. Después de haber vivido con ella toda la vida, no podía imaginar que iba a olvidarlo. Mientras le hacía fotos a Yolanda cuando se extraviaba en su habitación, el abuelo José se interponía para protegerla de la cámara. A pesar de las peleas con José, Leo descubrió que era más fácil sobrellevar la tristeza escondido tras el visor.

A los 19 años, Leo comenzó a fotografiar a su abuela Yolanda, que acababa de ser diagnosticada con Alzheimer. José, el abuelo de Leo, se oponía a que la retratara y defendía su intimidad.

A los 19 años, Leo comenzó a fotografiar a su abuela Yolanda, que acababa de ser diagnosticada con Alzheimer. José, el abuelo de Leo, se oponía a que la retratara y defendía su intimidad.

Seguir a la abuela cada día se convirtió en un proyecto de fotografía documental. José protestaba y Leo entendía. Debía responsabilizarse por su presencia en momentos dolorosos, por insistir en fotografiarlos. Con su intransigencia andina, José lo sacaba y Leo encontraba la forma de volver. Cuando recordaba que sus intenciones eran buenas, se sentía fuerte. Aprendió a hablar y a callar según convenía. El día que enterraron a Yolanda, siete años después del diagnóstico de Alzheimer, José se paró frente a la tumba abierta con una flor en la mano. “¿Y no vas a tomar una foto de esto?”. Leo sacó la cámara y José lanzó la flor sobre la urna.

Cuando la abuela Yolanda murió, el abuelo José le pidió a Leo que fotografiara su última despedida. Fotografía de Leo Ramírez.

Cuando la abuela Yolanda murió, el abuelo José le pidió a Leo que fotografiara su última despedida. Fotografía de Leo Ramírez.

Su segundo proyecto de documentalismo surgió por azar. Un activista tenía una organización para ayudar a antiguos reos a reinsertarse en la sociedad. Invitó a Leo a fotografiar un concierto de salsa cristiana en la cárcel de El Rodeo, a 52 kilómetros de Caracas. Los custodios de la cárcel no solían revisar los bolsos de las mujeres, así que Leo pasó la cámara dentro de la cartera de una cristiana. Le sellaron el brazo y le dieron un número. Cuando entró a la cárcel, lo envolvió un olor a mierda, orina rancia y sangre seca. No podía discriminar, apestaba a todo junto. 

Primero visitaron al pran en su habitación. Había una pecera grande, una mesa de vidrio con muchos perfumes, una cama matrimonial y aire acondicionado. Bendecidos con el permiso para deambular por la prisión, salieron al pasillo y se encontraron con unos muchachos peleando a cuchillo. Leo miraba a su alrededor con prudencia para no desafiar a nadie, y divisó a un grupo de presos agachados en una esquina. Vendían caramelos y tenían las bocas cosidas. Un pastor se acercó a ellos y Leo se fue detrás. Se habían cosido las comisuras de los labios, un código carcelario que los libraba de que los mataran. Comían y hablaban a través del espacio que les quedaba libre en el centro de la boca. Los llamaban los anegados. Leo preguntó si podía fotografiarlos y se negaron.

—¿Para qué quieres hacernos fotos? —preguntó el líder del grupo. 

—Para mostrar esto. Mucha gente afuera no tiene idea de que ustedes se cosen la boca —respondió Leo.

—Si quieres tomar la foto, bien. Pero tiene que ser de lejos para que no se me reconozca la cara —le dijo el preso. 

—De lejos no me sirve.

Entonces Leo encontró el ángulo.

—¿Qué te parece si más bien hago un retrato de tu boca? ¿Puedo hacerte una foto de prueba?

Leo sacó la cámara y se acercó mucho al preso que hablaba. Hizo la foto y le mostró la pantalla. Cuando vio que solo aparecían sus labios, el hilo y los bigotes, el hombre aceptó. Posaron cuatro anegados más. Consciente de que tenía un material valioso, Leo se preguntó cómo saldría de la cárcel sin que le borraran la tarjeta de memoria. Rodeado por presos, pastores y anegados, sacó la tarjeta y la metió en una suela rota de uno de los Converse que calzaba ese día. El resto de la jornada caminó de lado, como si tuviera un calambre, sin pisar completo en el rincón que alojaba las imágenes. 

Leo Ramírez fotografió a presos de la cárcel de El Rodeo que se cosían la boca para impedir que los mataran. En la prisión los llamaban los anegados.

Leo Ramírez fotografió a presos de la cárcel de El Rodeo que se cosían la boca para impedir que los mataran. En la prisión los llamaban los anegados.

Con las fotos de Yolanda, Leo ganó una beca para mostrar su trabajo ante fotógrafos veteranos del festival Photo España. Por la serie de retratos de los anegados quedó en tercer lugar en el premio Foto del Año para América Latina en 2011. Un par de años antes comenzó a cubrir pautas de sucesos a las seis de la mañana para el diario Últimas Noticias, pero no lo contrataban fijo. 

Cubrió a Hugo Chávez para la Associated Press entre 2009 y 2010. Fotografiar a Chávez le hizo pensar en cómo lograr la mejor foto, una que se diferenciara de las que hacían otros colegas de las agencias. AP tampoco tenía una plaza fija para él. 

Hacer unas vacaciones en el diario Líder en Deportes le despertó una adrenalina que no había experimentado hasta entonces. Fotografió a la Vinotinto cuando le ganó a la Argentina en Puerto La Cruz, durante las eliminatorias de 2011 para el Mundial de Brasil. Ahí entendió que no había segundas oportunidades para retratar un gol. Quería hacer fotoperiodismo. Por eso se entusiasmó cuando lo llamaron de la AFP en mayo de 2010. 

Pero tampoco había plazas fijas para fotógrafos en la AFP. Hizo un curso para editar videos en Final Cut y cubrir el vacío del videógrafo que faltaba en Caracas. Leo cubrió el funeral de Chávez en la Academia Militar con una cámara de video en marzo de 2013. Un año después se mudó a Uruguay para ser editor de video en la sede regional de la AFP en Montevideo. 

En 2017 lo asignaron a la oficina de la AFP en Argentina, pero la de Caracas lo requirió durante ocho meses para cubrir las protestas en Venezuela. Era más fácil movilizar a los corresponsales venezolanos porque entraban al país sin problemas. Entre bombas lacrimógenas, viajes y confusión, se reencontró con la amiga de un amigo, Viviana Seca. Vivi era carismática y divertida, le ganaba en las partidas de tenis. Empezaron a salir, se mudaron juntos. Cuando la AFP le ofreció consolidar el servicio de video en China y Mongolia con el puesto de coordinador, hizo un curso rápido de mandarín, se casó con Vivi y se mudaron a Pekín.    

Al aterrizar en China por primera vez, Leo sintió vértigo: no podía comunicarse con nadie. Ni siquiera con los taxistas, su primera fuente de información cuando llegaba a una ciudad nueva. Aunque se entendía con sus compañeros de la agencia en inglés, se propuso aprender mandarín en serio. De lo contrario, nunca entendería lo que pasaba en China. Vivi, en cambio, declinó el propósito. Al principio sentía impotencia cuando no podía resolver un trámite sencillo, como cambiar el plan de datos del teléfono porque no hablaba chino. Luego se dio cuenta de que podía sobrevivir en la calle con diez palabras: Hola, chao, gracias, por favor, disculpa, adelante, derecha, izquierda, aquí, eso. Aprendió los números del uno al diez; y cien, doscientos y trescientos para pedir los gramos del queso.  

Leo le reenvió a su jefe por Wechat —la versión china de Whatsapp— la noticia de que había un muerto por el virus. El jefe respondió que harían la misión. Aunque Leo coordinaba a siete videógrafos —cinco chinos y dos extranjeros—, se ofreció para ir a Wuhan, junto con una reportera oriunda de Singapur que hablaba perfecto mandarín y un fotógrafo filipino. Después de vivir durante año y medio en China, entendía palabras clave, y a partir de ellas componía el resto de la oración. No tenía la fluidez suficiente para repreguntar.  

El primer paciente infectado con un “nuevo tipo de coronavirus” murió el jueves 9 de enero de 2020. Era un hombre de 61 años que ingresó al hospital por una insuficiencia respiratoria y neumonía grave. También padecía tumores abdominales y una enfermedad hepática crónica. La causa de su muerte fue una “insuficiencia de la circulación respiratoria”, informaron las autoridades sanitarias en un comunicado. El paciente había comprado productos en el mercado de mariscos de Wuhan, un lugar donde manipulaban y vendían fauna silvestre como murciélagos, mamíferos que albergan virus aunque no padezcan los síntomas. 

La policía china investigaba a ocho personas por difundir “rumores” sobre la enfermedad. A un doctor de nombre Li Wenliang, por ejemplo, le habían hecho firmar una declaración en la que admitía que su alerta a la opinión pública sobre el contagio había sido un rumor ilegal. Usuarios de Sina Weibo, una red social popular en China, se quejaban de que el gobierno había bloqueado el hashtag #WuhanSARS. SARS significa síndrome respiratorio agudo severo, y alude a una epidemia que surgió en China en 2002 y mató a casi 800 personas.   

Para no invertir tiempo en traslados por la ciudad, el equipo buscó habitaciones en un hotel a tres cuadras del mercado de mariscos. Después de un vuelo de tres horas y media desde Pekín, llegaron a Wuhan el sábado 11 de enero. Las autoridades sanitarias locales habían detectado 41 casos; todos se habían infectado entre el ocho de diciembre de 2019 y el dos de enero de 2020. No habían encontrado nueva transmisión desde el viernes tres de enero, y no había pruebas de que se contagiara de persona a persona. Los periodistas dejaron los bolsos en el hotel a las diez y media de la noche y fueron a echar un vistazo. 

Leo prefirió llevar una cámara pequeña que no tenía zoom para no llamar la atención y se puso una mascarilla N95, que filtra 95% de partículas como las gotas de saliva que expulsaría un paciente al toser, estornudar o hablar. Ya había usado este tipo de tapabocas en invierno, cuando la quema de carbón para calentar las casas y mover las fábricas enrarece el cielo de Pekín y dispara los niveles de contaminación. Se subió la capucha de la chaqueta. Había leído que el virus podía impregnar el cabello. Se llevó la chaqueta más vieja que tenía para botarla cuando regresara a casa. Lamentó no tener lentes especiales ni guantes. 

El mercado estaba acordonado por la policía. Personas vestidas con trajes blancos limpiaban el lugar con mangueras de agua a presión. Los trajes se parecían a los que usaba el personal sanitario durante la epidemia de ébola que se inició en Guinea en 2014. No se podía entrar en el mercado y ellos no tenían intención de hacerlo. No sabían a qué se enfrentaban. Dieron tres o cuatro vueltas alrededor como si pasaran por casualidad, y Leo hizo algunas tomas. Volvieron al hotel y mandaron las imágenes a la agencia. Cuando se quitó la mascarilla, Leo se dio cuenta de cuánto lo agobiaba. Era como respirar con una almohada en la boca. Había apretado tanto las elásticas que le quedaron dos rayas rojas en el tabique. Le extrañó no haberse topado con colegas de otros medios internacionales.

Las autoridades de Wuhan cerraron el mercado de mariscos de la ciudad cuando identificaron que había sido el origen del contagio del coronavirus a los seres humanos. Fotografía de Noel Celis | AFP.

Las autoridades de Wuhan cerraron el mercado de mariscos de la ciudad cuando identificaron que había sido el origen del contagio del coronavirus a los seres humanos. Fotografía de Noel Celis | AFP.

Regresaron al mercado la mañana siguiente, el domingo 12 de enero. Esta vez los policías usaban tapabocas y bloqueaban el acceso a los dueños de los puestos. Se les acercó un vigilante del mercado que tenía el tapabocas mal puesto y les dijo que no podían estar allí. Leo retrocedió. Mientras el vigilante hablaba con la reportera, Leo entendió la palabra cámara. Asumió que el vigilante decía que no podía haber cámaras de medios de comunicación. Luego la periodista le aclaró que se refería a las cámaras de seguridad que filmaban los alrededores del mercado. Estaban expuestos, por eso debían irse.   

Tomaron un taxi y fueron al Centro de Tratamiento Médico de Wuhan, que recibía a los contagiados por el virus. Entraban y salían personas con mascarillas. Como la reportera era asiática, se mezcló entre la gente y entró al ala sur del hospital. Sacó el celular para grabar a unos pacientes que eran trasladados por enfermeros que usaban tapabocas. Un hombre la agarró por el brazo y la sacó del hospital. Le quitó el celular y le borró las imágenes. 

Se quedaron fuera del hospital para entrevistar a quienes accedían a conversar. Nadie se mostró preocupado. El partido tenía la situación bajo control, todos confiaban en que China podía con el virus y con mucho más. Las mismas declaraciones de siempre, solo que esta vez nadie los había censurado en la calle. Ese domingo en la tarde, el equipo voló de regreso a Pekín. En el aeropuerto de Wuhan no había controles de temperatura ni monitoreaban la procedencia de los viajeros. Leo se fue de Wuhan con la sensación de que habían exagerado. Quizás aquella misión no había valido la pena.

Cuando llegó a casa, se quitó el bolso en el pasillo antes de entrar al apartamento. Sacó toda la ropa, abrió la puerta y corrió directo al lavadero sin saludar a Vivi ni acariciar a Obi, un corgi que rescataron de un mercado de carnes en la ciudad de Harbin, al norte de China, donde venden por kilo a los perros que nadie compra o adopta, después de que cumplen tres meses de nacidos. Se desvistió, metió toda la ropa en la lavadora, puso el ciclo de agua caliente y se desinfectó la cara y las manos con gel antibacterial. Limpió las cámaras y los micrófonos que llevó a Wuhan con toallitas desinfectantes. Lo informó por el grupo de Wechat de la oficina para que todos estuvieran tranquilos. No quería cargar con la culpa de contagiar a alguien por un descuido con los equipos que usaban todos.     

Ese domingo 12 de enero, China compartió con la Organización Mundial de la Salud la secuencia genética del virus que los científicos chinos habían aislado cinco días antes, para que sirviera como guía a otros países para diseñar sus kits de diagnóstico. Al día siguiente, Tailandia reportó el primer contagiado fuera de China. 

Aunque las autoridades chinas anunciaron la muerte de un segundo paciente infectado por el coronavirus el miércoles 15 de enero, cuatro días después el Partido Comunista en Wuhan reunió a cuarenta mil familias para celebrar un banquete, como preámbulo a las fiestas por el año nuevo. 

El lunes 20 de enero, el gobierno central reconoció por primera vez que estaba tomando “medidas proactivas” para formular “estrictos esquemas de prevención y control”, durante la rueda de prensa que ofrecía diariamente el Ministerio de Relaciones Exteriores. Se instalaron controles de temperatura corporal en las entradas de los aeropuertos y las estaciones de trenes. Primero en Wuhan, luego en el resto de China. Faltaban cuatro días para celebrar el año nuevo. 

Nadie en el equipo de video se ofreció voluntariamente para ir a una segunda misión en Wuhan. Leo no tenía las agallas para asignarle a otro una cobertura que implicaba el riesgo de infección. Así que decidió ir.

—¿No viste la película Contagio? —le dijo Vivi—. Estás loco. ¿Por qué tienes que ir tú otra vez? 

—Si hay que ir, hay que ir. Ese es mi trabajo —respondió Leo.

Empacó en un bolso tres pantalones y cuatro franelas negras. Se puso unas botas y una chaqueta que usaría durante toda la misión; serían pocos días. Llevaba guantes quirúrgicos, toallitas desinfectantes y treinta mascarillas, diez para cada miembro del equipo. Además de Leo, irían el fotógrafo chileno Héctor Retamal y el reportero francés Sebastien Ricci, quien hablaba mandarín. Volarían al día siguiente, el jueves 23 de enero al mediodía.

A las cuatro de la mañana, el jefe de Leo lo llamó para avisarle que el viaje se había suspendido, Wuhan estaba en cuarentena. Es una medida de aislamiento para prevenir el contagio que se ha implementado durante miles de años, y fue crucial para detener la transmisión de la bacteria Yersinia pestis, por el contacto con ratas negras infectadas, que causó la peste bubónica en Asia, África y Europa en el siglo XIV. Según la historiadora Suzanne Austin Alchon, autora del libro A pest in the land, murió de 30 a 60% de la población europea entre 1348 y 1420, debido a la peste negra.

Leo pensó que habían reaccionado tarde, debieron haber salido el día anterior. Se fue a la sala para no despertar a Vivi. Le dijo a su jefe que de todas formas podían ir al aeropuerto para hacer tomas de los controles de temperatura, los avisos de los vuelos suspendidos, la gente con mascarillas esperando viajar para celebrar el año nuevo con la familia. Y si podían montarse en el avión, se iban. Tenían que ir. Vivi lo escuchó y le gritó desde el cuarto.  

—¿Cómo vas a ir? ¡Coño, qué bolas tienes! 

Leo y sus compañeros llegaron al aeropuerto y, para sorpresa de todos, el vuelo a Wuhan era el único que no estaba suspendido. Mientras se registraban en el counter, una empleada de la aerolínea le preguntó a otra por qué estaban chequeando pasajeros para ese vuelo si la mayoría no había aparecido y los demás estaban cancelados. Pasaron el control de migración, y cuando Leo entregó su pasaje en aduana, la mujer que lo recibió le preguntó a un superior que estaba a su lado:

—¿Cómo es posible que estén yendo a Wuhan?

—La gente tiene que llegar a casa para el año nuevo.

Había cinco personas en la sala de espera y los entrevistaron a todos. Un señor dijo que no le importaba quedarse encerrado en Wuhan si podía estar con su familia. Una mujer confesó que estaba preocupada, pero confiaba en que todo iría bien con las medidas que se estaban tomando. El avión llegó y todas las azafatas tenían tapabocas, una imagen que no se había visto hasta entonces. 

Después de mandar las tomas a sus editores en Hong Kong, Leo le escribió a Vivi para avisarle que estaba a punto de viajar a Wuhan. Ella daba clases de inglés y estaba conversando con un alumno alemán cuando recibió el mensaje. Le dijo al estudiante que la disculpara y se apartó. ¿Cómo iba a salir Leo de Wuhan? Le mandó un mensaje de voz. “Eres un irresponsable, no piensas en tu familia”. Leo se abrochó el cinturón y el avión despegó.    

De los 581 casos confirmados en el mundo hasta ese momento, 571 estaban en China. Ese jueves 23 de enero, la Organización Mundial de la Salud dijo por primera vez que había más evidencia de que el virus se contagiaba entre personas.

La cuarentena en Wuhan

El aeropuerto de Wuhan estaba desierto. Las personas que encontraron afuera llevaban máscaras. Pidieron un taxi con la aplicación Didi —un servicio como Uber— y llegaron al hotel donde habían reservado habitaciones, esta vez lejos del mercado de mariscos. No pudieron quedarse, el hotel no aceptó nuevos huéspedes por el decreto de cuarentena. 

Escogieron otro hotel que quedaba cerca del Yangtsé, un río que atraviesa ocho provincias chinas. En la entrada les pusieron termómetros digitales en frentes y muñecas. Los huéspedes que marcaban 37,3 grados centígrados eran aislados y enviados al hospital. Leo se sintió seguro. Dieron una vuelta por la ciudad en taxi y comprobaron que varios  rumores eran falsos: no había escasez en las tiendas ni compradores peleando por llevarse lo que encontraran; tampoco había largas filas en las bombas de gasolina. Wuhan estaba vacía. 

Llegaron al hotel, les tomaron la temperatura y Leo mandó las primeras imágenes de la cuarentena. Se enteraron de que un corresponsal del Financial Times y otro de El País, ambos redactores, estaban en la ciudad. Eso significaba que la única cámara de un medio internacional en la cuarentena de Wuhan era la de Leo. 

Al día siguiente, el viernes 24 de enero, era año nuevo. Leo, Héctor y Sebastien se reunieron en la mañana para conversar sobre la cobertura del día. Estaban desorientados. El reto era entender la magnitud del contagio. Leo propuso ir al hospital que visitó la primera vez. Se decía que lo habían cerrado porque ya no tenía capacidad para atender a más pacientes. Llamaron al taxista del día anterior, les tomaron la temperatura antes de salir del hotel y se fueron con sus máscaras puestas.  

Las calles y los centros comerciales estaban vacíos en pleno año nuevo. Llegaron al Centro de Tratamiento Médico de Wuhan y comprobaron que el rumor era cierto. Nadie entraba ni salía, no había familiares en las puertas ni circulaban ambulancias. El taxista les dijo que en otro hospital recibían a pacientes con síntomas y había mucha gente. Leo le pidió que los llevara. Llegaron al hospital y se bajaron del carro. Sin cámara y con el celular en el bolsillo, le propuso a Sebastien que hicieran entrevistas fuera del hospital. Se acercaron a un hombre que tenía la frente empapada en sudor. A metro y medio de él, Leo levantó el celular y comenzó a grabar:    

—¿Por qué vino al hospital? —le preguntó el periodista francés en mandarín. 

—Estoy preocupado. Creo que estoy infectado.

Le agradecieron el testimonio y se miraron con gravedad. Se dieron cuenta de que estaban en un lugar importante para contar lo que pasaba en Wuhan. Leo mandó el video a sus editores en Hong Kong y le contestaron que aquella cita daba para un titular. La decisión que debían tomar entonces era si entraban o no al hospital. Leo se puso la capucha y rodeó el edificio. Desde fuera se veía mucha gente. Aunque en la AFP les habían dicho que no entraran a los hospitales, necesitaba ver qué pasaba adentro. Estaba tan cubierto que no se darían cuenta tan pronto de que no era asiático. Le dijo a sus compañeros que entraran separados para evitar sospechas. Puso la cámara del teléfono en modo video y entró.   

La gente tosía. A la izquierda, una enfermera vestida con traje blanco, lentes y mascarilla, verificaba con termómetros de mercurio la temperatura de varios pacientes, en su mayoría ancianos. Sacó el teléfono y filmó por diez segundos. Siguió caminando y llegó al lobby del hospital, un counter circular que estaba en el medio de la sala de espera. Había más enfermeras con trajes blancos. Leo grabó con el teléfono a un paciente al que le medían la temperatura y una enfermera lo vio. Llamó a un vigilante y el hombre se le acercó y le pidió que saliera. Leo le dijo que no lo tocara. Varios pacientes empezaron a mirarlo y salieron por el pasillo. Hablaron con policías que estaban afuera. Cuando Leo salió del hospital, un grupo de policías, vigilantes y pacientes lo rodearon. Le hablaban, lo apuntaban. Los que no tenían mascarillas, escupían gotas de saliva mientras le hablaban. Un policía gritó que se calmaran y Leo caminó hacia atrás. Mientras miraba a los policías y a la gente que lo señalaba, abrió la aplicación de Wetransfer para mandar las imágenes antes de que le decomisaran el celular. Escogió los archivos y pulsó la opción de cargar: 5%, 20%.

Médicos y enfermeras de Wuhan recibían a decenas de pacientes con síntomas respiratorios cada día durante la primera semana de la cuarentena. Fotografía de STR | AFP.

Médicos y enfermeras de Wuhan recibían a decenas de pacientes con síntomas respiratorios cada día durante la primera semana de la cuarentena. Fotografía de STR | AFP.

—No toques el teléfono —le dijo un vigilante del hospital.

—No lo estoy tocando —le dijo Leo mientras levantaba las manos con la pantalla del celular hacia el suelo y caminaba hacia atrás. 

—No toques el teléfono —reiteró un policía.

El reportero francés intervino en mandarín. Cuando dejaron de verlo, Leo miró la pantalla. 70%. Se metió el celular en el bolsillo de la chaqueta y unas veinte personas los rodearon, les gritaban. Algunos se habían puesto mal los tapabocas y les quedaban de baberos. Llovía y hacía frío, la combinación ideal para una gripe. Necesitaba ver el teléfono. Hasta aquel momento, la televisora estatal china había mostrado a pacientes chequeándose la temperatura en los hospitales con normalidad. Las suyas eran las primeras imágenes que mostraban los hospitales abarrotados. Sacó el celular y la carga estaba en 100%. Suspiró aliviado y lo guardó en el bolsillo. Tuvo el impulso de volver a chequear que los archivos se habían enviado, pero uno de los vigilantes del hospital le gritaba furioso sin tapabocas. Leo olvidó cómo se decía mascarilla en mandarín.

—¿Por qué no tienes esta cosa? — le dijo al vigilante señalando su tapabocas.

El hombre se puso rojo de rabia, retrocedió, volvió a avanzar. Dijo que los tres debían ir a la comisaría, que estaba a una cuadra del hospital. A Sebastien lo agarraron entre cuatro y el vigilante sin mascarilla jaló a Leo por un brazo. A Héctor no lo tocaron. 

—¿Sabes qué? Sí, por favor, llévame a la policía. Esto es una pesadilla —dijo Leo, consciente de que si se zafaba de un manotón, la policía podría acusarlo de ser violento y complicar la situación.

Por primera vez desde que cubría noticias en China, lo mejor que podía pasarle era que lo llevaran a la policía. Al menos así se habría evitado estar diez minutos expuesto al contacto con personas que quizás estaban infectadas.

El policía que los recibió en la comisaría le ordenó al vigilante que saliera y se pusiera un tapabocas. Los llevaron a un cuarto pequeño, les pidieron las credenciales y Leo le sugirió a Sebastien que no hablara. Sacó el teléfono y buscó Baidu Traductor, una aplicación para traducir lo que quería decir y mostrárselo a los funcionarios. El primer mensaje decía: 

—Disculpe por esta situación. Somos periodistas, estamos preocupados por el virus. Queríamos saber la situación.

—Ustedes no deberían estar aquí porque están corriendo mucho riesgo. Ustedes son valientes —respondió el comisario. 

—Ustedes también son muy valientes. Les agradezco su mensaje y les deseo un feliz año nuevo chino —contestó Leo con su aplicación.  

—No estén más aquí, por favor —dijo el comisario después de devolverles las credenciales.

Salieron de la comisaría, volvieron al hospital y se montaron en el taxi; por suerte, el taxista no vio lo que les había ocurrido y los estaba esperando. Leo verificó que las imágenes habían llegado a sus editores. Por chat le mandaron una nota titulada: “Estoy preocupado, creo que estoy infectado”. 

El taxista dijo que conocía otro hospital. Con la garganta seca por el susto, Leo le dijo que los llevara, pero acordaron no entrar esta vez. ¿Quizás le dolía la garganta? No podía toser, debía controlarse. A una cuadra del hospital, entrevistaron a una persona que les contó cómo estaba la situación adentro. Les dijo que la cola para chequearse era larga y la atención para los pacientes febriles era insuficiente. Estaban preocupados porque se prolongaba la espera. 

Había tantas personas en fila para ser atendidas en los hospitales de Wuhan, que los pacientes llevaban sus propias sillas de plástico para esperar sentados. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Había tantas personas en fila para ser atendidas en los hospitales de Wuhan, que los pacientes llevaban sus propias sillas de plástico para esperar sentados. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Los periodistas volvieron al hotel y les tomaron la temperatura. Cada vez que le ponían un termómetro en la frente, a Leo le salía una risa nerviosa, un intento fallido por disimular el miedo a tener fiebre. Mandaron el material que faltaba y contactaron a una familia que aceptó recibirlos en su casa para esa noche de año nuevo. 

Subieron a las habitaciones y se cambiaron de ropa. Leo sentía que llevaba el virus pegado a la chaqueta. Volvió a someterse al control de temperatura para salir del hotel aunque estaba harto, no quería saber si tenía el virus. Se fueron en el mismo taxi. Antes de entrar a la casa de aquella familia, se desinfectaron las manos. Leo rezó para no contagiarlos. 

Los anfitriones eran una pareja; ella tenía alrededor de cincuenta años y él sesenta. Cocinaban pescado, verduras en tempura y albóndigas de cerdo, mientras miraban la televisión, que transmitía un programa tradicional para celebrar el fin de año. Por primera vez, la pareja recibiría el año sin su hijo, que perdió el pasaje a Wuhan por la cuarentena.

—Este año es especial. Lo importante es tener salud —dijo la señora a la cámara de Leo.

—Claro que me siento mal. Este año es un poco raro, pero es un momento para cumplir las normas del gobierno —dijo su esposo.

Después de haber comido las verduras en tempura y conversar durante media hora, los periodistas se fueron. No querían exponer a la pareja a que se infectaran por pasar tiempo ocioso con ellos. 

Al día siguiente, el sábado 25 de enero, encontraron una farmacia atendida por personal que vestía los trajes blancos que usaban las enfermeras en los hospitales. No permitían a los compradores entrar, les llevaban lo que pedían. La mayoría hacía una larga fila para comprar mascarillas. Después de entrevistar a algunas personas que se mostraron optimistas, los periodistas compraron antigripales, multivitamínicos, Omega 3 y vitamina B12; todo lo que recordaban que servía para evitar una gripe.  

Transitaron por una carretera que salía de Wuhan y encontraron una alcabala policial que impedía la salida y el ingreso a la ciudad. Luego el fotógrafo le dijo a Leo que le provocaba volver al hospital donde los habían detenido el día anterior. Leo respiró profundo y estuvo de acuerdo. Ya era de noche y pensaron que habría menos gente. 

Vieron pacientes, en su mayoría ancianos, que entraban en camilla al hospital. Había tantas personas esperando para ser atendidas, que se llevaron banquitos desde sus casas para sentarse. Leo sacó la cámara y el trípode, sin darse cuenta de que había dos patrullas de policías a pocos metros. Era el momento de responsabilizarse por su insistencia en registrar aquel momento, como cuando seguía a su abuela Yolanda aunque el abuelo José lo bloqueara. Los policías lo vieron filmar durante más de una hora y no se movieron. La situación era tan grave que ya no importaba lo que hiciera la prensa. Mandó las imágenes a los editores y le dijeron que no se arriesgaran más, que no entraran al hospital.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó el jefe a Leo.

—¿Cómo que cómo me siento? ¿Por qué me preguntas eso? ¿Acaso tengo el virus? —le respondió Leo.

Un día después de que se celebrara el año nuevo chino, las emergencias de los hospitales de Wuhan estaban abarrotadas de pacientes que buscaban diagnosticarse para saber si tenían coronavirus. El personal sanitario vestía equipos de protección para evitar el contagio. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Un día después de que se celebrara el año nuevo chino, las emergencias de los hospitales de Wuhan estaban abarrotadas de pacientes que buscaban diagnosticarse para saber si tenían coronavirus. El personal sanitario vestía equipos de protección para evitar el contagio. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Cuando llegaron al hotel y les tomaron la temperatura, el termómetro de Leo sonó extraño. En lugar de hacer piiiip, como los días anteriores, hizo pip pip pip. El empleado del hotel le mostró el aparato y marcaba 37,6 grados centígrados, tres décimas por encima de la alerta para ir al hospital. Se la tomó de nuevo y dio el mismo resultado. El manager del hotel agarró el termómetro como si tuviera una habilidad especial para manejarlo; se lo puso a Leo en la muñeca y volvió a dar 37,6. Leo vio que en las casillas de su registro en la lista de huéspedes, correspondiente a la habitación 1708, las temperaturas anteriores no pasaban de 36,5. Le dijeron que se sentara en un sofá en una esquina; empezó a sentirse mal.

Leo llamó a Héctor. El fotógrafo intentó convencer al manager de que fallaba la calefacción en la habitación de Leo y por eso se le había subido la temperatura. Tenían que repararla. Leo le pidió al manager un termómetro de mercurio, y mientras se tomaba la temperatura debajo de la axila, el manager volvió a ponerle un termómetro digital en la frente. 36,6. Se sacó el de mercurio y no dejó que nadie lo viera. 36,6. Los empleados del hotel se fueron y Leo lloró. Estaba convencido de que ir a un hospital era asegurarse el contagio.   

Había entrado en vigencia una ley que prohibía la circulación de autos. Solo se admitía el tránsito de patrullas policiales, ambulancias o carros particulares para trasladar pacientes. El domingo 26 de enero, salieron a caminar. Fueron a un hospital y los abordó la policía. Les pidieron las credenciales y les dijeron que tuvieran cuidado, les ofrecieron llevarlos de vuelta al hotel. Leo agradeció el gesto pero se negó, no quería estar en un lugar cerrado donde fuesen susceptibles de contagiarse con el virus. Luego, se encontraron a dos voluntarios en la calle que asistían a pacientes que no podían salir de sus casas a buscar medicamentos o suministros. Les hacían las compras o los llevaban al hospital si lo requerían. Se despidieron de los voluntarios conmovidos. 

Siguieron caminando y cada tanto veían a una persona asomada por la ventana, pero no se cruzaron a un solo transeúnte en seis kilómetros. Leo había estado en las ciudades de Shanghai, Zhuzhai, Chongqing y Yibin, todas multitudinarias, vertiginosas. Wuhan, en cambio, era una ciudad fantasma. Hicieron tomas con un dron que le puso escala al aislamiento; ni un alma caminaba por la ciudad. Leo se sentía el último hombre del mundo. 

Leo y sus compañeros de la AFP caminaron seis kilómetros y no se topaban con transeúntes. Los habitantes de Wuhan estaban en cuarentena y no salían de sus casas. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Leo y sus compañeros de la AFP caminaron seis kilómetros y no se topaban con transeúntes. Los habitantes de Wuhan estaban en cuarentena y no salían de sus casas. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Caminaron un poco más y encontraron un aviso que decía: “Si tienes más de 38 grados centígrados, ve al otro lado”. Como en las películas sobre la Segunda Guerra Mundial, una voz distorsionada por el eco salió de altoparlantes instalados en los postes. 

—¿Qué están diciendo? —le preguntó Leo a Sebastien.

—Pon siempre tu mascarilla, lávate las manos. Están dando instrucciones de qué hacer. 

Llegaron a una avenida amplia, llena de comercios, donde colgaban las lámparas rojas que se ponen en las entradas de las casas en China para atraer la buena suerte y la fortuna en el próximo año. Más adelante, un aviso colgado en la entrada de un hotel decía: “Por favor, no entre sin mascarilla”. 

En los días siguientes, Leo voló un dron que mostró la construcción de un hospital de mil camas en diez días. Una noche hizo tomas de la luces en los edificios, que en caracteres chinos decían: “Fuerza Wuhan” o “Vamos Wuhan”. Recordó el eslogan Je suis Charlie, que se usó en la campaña para condenar el ataque terrorista contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo, en enero de 2015.

Leo filmó a los empleados del hotel mientras hacían ejercicio con sus uniformes de chef, botones y mucamos, una estrategia que implementó la gerencia para mejorar el ánimo de su personal. Habían restringido el menú a fideos con carne. La noche que sirvieron arroz, Leo pidió dos raciones para compensar el hartazgo de comer todos los días lo mismo. 

El martes 28 de enero, la AFP les avisó que tramitaban con el consulado francés en Wuhan la evacuación del equipo hasta Francia. Entre otros intereses franceses, en Wuhan funcionaban fábricas de las marcas francesas de automóviles Peugeot, Renault y Citröen, por eso había una colonia francesa en la ciudad. Les avisaron que debían estar en el consulado para iniciar la evacuación el jueves 30 de enero en la tarde.

Leo llamó a Vivi para contarle que saldrían de Wuhan directamente a Francia, no sabía a qué ciudad. Ella fingió estar contenta, no quería decirle que tenía miedo de quedarse sola en Pekín más tiempo. Como habían suspendido las actividades laborales y escolares, ya no salía a dar clases de inglés. Solo bajaba a los jardines del edificio para pasear a Obi. 

Vivi invitaba a un par de amigos extranjeros a casa para hacer yoga o compartir la comida que preparaba compulsivamente: pizza, pasta, torta. Mientras más comía, más vacía se sentía. Ya no quería levantarse en las mañanas, ni siquiera para pasear a Obi, como le había ocurrido el año anterior, cuando cayó en depresión después de que le diagnosticaron cáncer a su mamá y su papá tuvo un infarto. Vivi y Leo pagaron con sus ahorros el tratamiento de la mamá y las válvulas para el corazón del papá. No les quedó dinero suficiente para que ella volara a Venezuela y los acompañara un tiempo. 

Vivi dejó de contestar el teléfono y un día le tocaron la puerta. Era Xu, la esposa del jefe de Leo. Cuando Vivi y Leo llegaron a China, la pareja los invitó a comer y Xu escogió el menú de los cuatro sin preguntar. Vivi se identificó con el gesto; ella también era generosa y directa, cuando conocía el menú de un restaurante escogía por los demás sin preguntar.  Se hicieron amigas. Cuando Vivi abrió la puerta, Xu le preguntó por qué no le respondía las llamadas, estaba preocupada. Vivi se sintió aliviada al saber que alguien en Pekín se interesaba por ella.   

Leo y Héctor salieron a dar una vuelta la mañana del jueves, antes de ir al consulado. Mientras caminaban, vieron a un hombre en el piso. Estaba muerto. Le preguntaron a una mujer que iba pasando qué había sucedido y dijo que no sabía. Parecía que acababa de morir. Se escondieron detrás de unos arbustos durante dos horas y media, y Leo filmó lo que pasaba. Transeúntes sorprendidos miraban el cuerpo, pero ninguno se atrevía a tocarlo; todos temían al virus. Al menos quince ambulancias pasaron por esa calle y ninguna se detuvo. No podían afirmar que aquel hombre había muerto por el coronavirus, pero mostraba la emergencia que vivía Wuhan. Mandaron las imágenes a los editores y pidieron a la agencia que no las publicaran hasta que ellos estuvieran fuera de China.

Leo iba caminando por las calles de Wuhan el jueves 30 de enero, y encontró el cuerpo de un hombre tirado en el piso. Transeúntes miraban el cuerpo asombrados, pero nadie se detenía ni lo tocaba por miedo al coronavirus. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Leo iba caminando por las calles de Wuhan el jueves 30 de enero, y encontró el cuerpo de un hombre tirado en el piso. Transeúntes miraban el cuerpo asombrados, pero nadie se detenía ni lo tocaba por miedo al coronavirus. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Regresaron al hotel; se sometieron una vez más al control de temperatura —la de Leo no llegó a 37 grados centígrados— y subieron a sus habitaciones. Como si estuviera viviendo un episodio de la serie Chernóbil, Leo se metió en el baño con sus equipos porque temía que alguien entrara y borrara las imágenes que acababa de hacer. Se duchó tan rápido como pudo, recogió las cámaras y la computadora, metió en el bolso los tres pantalones y las cuatro franelas negras que había usado en los últimos ocho días, y bajó para irse con sus compañeros. Quedaban tres mascarillas, una para cada uno. Aunque sabía que quizás aquella era la única oportunidad que tendrían de salir de Wuhan mientras duraba la cuarentena, Leo sentía que debía quedarse para mostrar lo que no estaba registrando ninguna otra cámara de un medio occidental.

Ese jueves 30 de enero de 2020, la Organización Mundial de la Salud declaró que el contagio del coronavirus era una “emergencia de salud pública de importancia internacional”. Había 7.818 casos confirmados en el mundo. De ellos, 7.736 estaban en China, donde 170 personas habían muerto.  

Cuando llegaron al consulado francés en Wuhan, Leo llamó a su jefe y le dijo que estaba preocupado por Vivi. Él respondió que la agencia le compraría un pasaje para que se encontraran en Francia. 

Los periodistas hicieron los chequeos regulares de un aeropuerto internacional, y aparecieron médicos que vestían chalecos identificados con el logo del gobierno de Marsella, una ciudad francesa que mira hacia el mar Mediterráneo. Les tomaron la temperatura y les pusieron brazaletes con códigos de barra. Había familias con niños, estudiantes, profesionales, ejecutivos de empresas. Eran alrededor de 180 pasajeros. Leo, Héctor y unos pocos chinos eran los únicos no franceses. Por eso Leo se cuestionó su derecho a abordar aquel avión; temía que rectificaran y lo mandaran a salir porque era venezolano. 

Apenas despegaron de Wuhan el viernes 31 de enero, después de un operativo de evacuación de doce horas, Leo no pudo contener las lágrimas. Se sentía culpable, quizás pudieron haber hecho más. Cayó exhausto. Eran las siete de la mañana en Wuhan y había casi diez mil casos confirmados de coronavirus en China. 

Leo fotografió las ocho mascarillas que utilizó durante la cobertura en Wuhan, una por cada día que recorrió calles y hospitales para contar cómo se vivían los primeros días de la cuarentena.

Leo fotografió las ocho mascarillas que utilizó durante la cobertura en Wuhan, una por cada día que recorrió calles y hospitales para contar cómo se vivían los primeros días de la cuarentena.

La cuarentena en Marsella

Doce horas más tarde, aterrizaron en una base militar en Marsella. Cuatro autobuses trasladaron a los pasajeros hasta Carry-le-Rouet, un resort frente al Mediterráneo que el gobierno francés habilitó como el refugio donde los primeros franceses que salieron de Wuhan harían cuarentena por catorce días. Había camarógrafos y fotógrafos en la entrada. A Leo le incomodó ser la noticia. Vivi ya estaba en París y Obi se quedó con unos amigos en Pekín. Después de todo lo que había vivido en Wuhan, se sentía perdido. No entendía cómo había ido a parar a un rincón idílico en el Mediterráneo. 

Llegaron al lobby y los reunieron en círculo. Dieron instrucciones en francés que Leo no entendió. Una chica bilingüe las repitió en mandarín y Leo comprendió que cada uno tendría una habitación y debían usar mascarillas en espacios comunes. Les dieron un termómetro digital a cada uno para que hicieran sus propias mediciones; debían avisar de inmediato si tenían síntomas. Después de dormir varias horas, Leo bajó a cenar. Cuando escuchó que todos los comensales hablaban en francés y él no entendía lo que decían, volvió a su cuarto para dormir el desánimo. 

Al día siguiente, les hicieron pruebas para diagnosticar el coronavirus. Les metieron hisopos largos por la nariz y la garganta para tomar muestras de mucosa y las pusieron en tubos que preservaban las muestras con un gel. El tercer día les dijeron que ninguno de los pasajeros estaba contagiado. Como el período de incubación tardaba catorce días, les harían nuevas pruebas más adelante. Mientras caminaba por el resort, miró hacia adentro de una habitación que estaba abierta y descubrió sus imágenes de Wuhan en el televisor.  

Para aliviar la anormalidad de la cuarentena, cada quien se ofreció a hacer para otros lo que desempeñaba como oficio. Un peluquero le cortó el cabello a Leo. Un profesor daba clases de francés y otro de chino. Hicieron un preescolar para los niños y organizaron partidos de voleibol. Leo intentó incorporarse pero no se concentraba lo suficiente para concluir ninguna actividad. No trotaba más de cinco minutos, intentó leer un libro pero no pasó de la primera página. Empezó a ver la serie Pandemia en Netflix. Un amigo venezolano le dijo que le sacara provecho a esos catorce días de descanso; los perros calientes que había comido en Chacaíto seguro lo habían inmunizado contra cualquier virus. Leo quiso decirle que dormía pero no descansaba, que le daba miedo toser y se preguntaba tantas veces al día si tenía malestar, que terminaba sintiéndose mal. Ni Vivi ni su familia ni sus amigos entenderían qué era estar en cuarentena.  

Leo se tomaba la temperatura con un termómetro digital antes de desayunar y antes de ir a dormir cada día durante la cuarentena, para informar a los médicos si tenía síntomas de contagio del coronavirus. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Leo se tomaba la temperatura con un termómetro digital antes de desayunar y antes de ir a dormir cada día durante la cuarentena, para informar a los médicos si tenía síntomas de contagio del coronavirus. Fotografía de Héctor Retamal | AFP.

Leo hacía tomas del atardecer con su celular cuando se atravesó un hombre que también estaba en cuarentena. Le mostró el dedo medio y Leo bajó el teléfono. 

—¿Qué pasó? ¿Por qué hiciste eso? —le preguntó Leo en inglés.

—Yo no hablo inglés, pero puedes ir a joderte —le respondió el hombre en un inglés afrancesado. Trató de escupirlo, pero tenía puesta la mascarilla y el escupitajo se le quedó en la cara. —Merde! 

Esa noche, Leo no cenó. El insulto de aquel hombre le demostró que su presencia y la de sus compañeros de la AFP incomodaba a los demás huéspedes, porque podían informar al exterior cómo vivían el aislamiento.  

Durante esos días, reapareció un recuerdo que pensaba superado. Cuando la oposición venezolana trató de ingresar ayuda humanitaria por la frontera con Colombia, en febrero de 2019, Leo cubría la noticia en San Antonio del Táchira con su amigo, el fotógrafo Federico Parra, para la AFP. Varios diputados chocaron contra un piquete de la Guardia Nacional. De pronto aparecieron hombres armados. Leo y Federico corrieron, pero los pistoleros comenzaron a perseguirlos mientras disparaban al aire. Una señora abrió la puerta de un edificio de comercios abandonados y Leo y Federico se refugiaron en un pasillo, a cinco metros de la entrada. Los hombres golpeaban los vidrios, trataban de abrir la puerta con las pistolas. “¡Vamos a matar a los periodistas!”. Soltaron las cámaras. Federico se despojó del chaleco antibalas, mientras Leo se aferró al suyo. Veinte minutos después, se fueron. 

Cuando faltaban dos días para terminar la cuarentena, Leo se preguntó qué pasaría si alguien daba positivo en el diagnóstico del coronavirus. No aguantaría estar más tiempo recluido en aquel resort frente al Mediterráneo. Recibió un mensaje por Wechat. Una vecina del edificio donde vivía en Pekín le avisaba que Vivi y él tendrían que guardar catorce días más de cuarentena en su casa cuando llegaran. China no reconocía la validez del aislamiento en ningún otro país. 

El viernes 14 de febrero, les dieron el último resultado. Leo dio negativo para el coronavirus. Los demás confinados en aislamiento también estaban sanos. 

Leo se reencontró con Vivi en París y, antes de volar a Pekín el domingo 23 de febrero, recibieron un nuevo mensaje. Ya no tendrían que hacer cuarentena en casa. 22 días después, las autoridades sanitarias de Pekín anunciaron que todos los extranjeros que entraran a la capital china a partir del 16 de marzo de 2020, debían mantenerse en aislamiento durante 14 días en centros de observación habilitados por el gobierno local para evitar la importación de casos de coronavirus, el mayor riesgo de transmisión después de que se inició el contagio tres meses antes en Wuhan.  

Un mes después de que Leo terminara la cuarentena en Marsella, cientos de millones de personas en todo el mundo estaban en aislamiento para evitar contagiarse con el coronavirus. 


Créditos

Jefatura de diseño: John Fuentes

Jefatura de innovación: Helena Carpio

Edición: Ángel Alayón y Oscar Marcano

Asistencia de producción: Indira Rojas

Redes sociales: Salvador Benasayag


Caracas, domingo 22 de marzo de 2020.