Por Indira Rojas
Los profesores venezolanos ganan entre 1 y 6 dólares al mes. Los bajos salarios los han obligado a buscar empleos alternativos para poder subsistir. La profesión docente se ha hecho menos atractiva para los jóvenes universitarios. El déficit de maestros formados y motivados pone en riesgo la calidad educativa del sistema. Esta es la segunda entrega del especial Lo que está por suceder: ¿Qué pasa con la educación en Venezuela?
Julio Mayor prometió que sería maestro toda su vida. Se lo dijo a sí mismo mientras miraba a sus estudiantes examinar bajo el microscopio una gota de agua estancada. Los adolescentes, que antes parecían dormidos, comenzaron a prestar atención. No querían quitar los ojos del aparato. Con su primer grupo de alumnos de noveno grado supo lo que significaba enseñar.
Tenía 27 años. Era septiembre de 2006. Todavía estudiaba para especializarse como profesor de Biología en el Instituto Pedagógico de Caracas. Había completado la mitad de su carrera y un buen amigo le propuso iniciarse en las aulas. Comenzó en un colegio privado. Cuatro meses después se incorporó al sistema público, en un liceo de la parroquia 23 de Enero.
Julio mantuvo su promesa hasta que el salario docente se redujo a un kilo de queso. Eso fue hace un año, en plena pandemia de covid-19. La última vez que revisó su cuenta bancaria, en mayo de 2021, comprobó que el Ministerio de Educación le depositó cuatro millones de bolívares (1,2 dólares). Viendo que apenas podía comprar cuatro panes para todo un mes, Julio dejó las aulas y pidió trabajo en una compañía de seguridad.
En Venezuela hay 430.515 profesores activos, según cifras de la oficina de gestión humana del Ministerio de Educación. Quienes inician su carrera docente reciben menos de un dólar y los educadores con el mayor rango en el tabulador salarial —Docentes VI, con 21 años de experiencia o más— ganan entre 5 y 6 dólares mensuales.
Julio conversó sobre su caso con Raquel Figueroa, especialista en políticas educativas y dirigente sindical. Figueroa dice que las federaciones y sindicatos se han unido para documentar los trabajos secundarios de los educadores. Han encontrado que las maestras se dedican a actividades domésticas, como limpiar casas o cuidar niños y personas mayores; mientras que la mayoría de los hombres se emplean en vigilancia, como Julio.
“Si yo dependiera de los 2 millones quincenales que me da el ministerio ya estaría muerto”, dice Julio por teléfono. Son las 11:00 de la noche y está trabajando. Mientras habla, se escucha de fondo el ruido de una radio que transmite códigos que solo él entiende. Julio se excusa, porque no puede apagar el aparato. Le quedan cinco horas con el zumbido del walkie-talkie en una noche en la que no tiene permitido dormir.
El profesor Julio Mayor se especializó en Biología porque cuando era niño le gustaban los animales, y solía mirar los programas de la Televisora Nacional sobre naturaleza. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.
El profesor Julio Mayor se especializó en Biología porque cuando era niño le gustaban los animales, y solía mirar los programas de la Televisora Nacional sobre naturaleza. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.
Faltan maestros
Julio se graduó de bachiller en 1999. Tenía 20 años. Presentó la prueba de ingreso en el Instituto Pedagógico de Caracas, pero no quedó seleccionado hasta el año 2001, en su segundo intento. Una vez escuchó a sus profesores decir que en aquel entonces se formaban hasta 8.000 jóvenes en la institución. En sus primeros años en la especialización de Biología, Julio comprobó que los salones se quedaban pequeños para los 40 o 60 estudiantes del curso. Los docentes dividían a los alumnos en dos o tres grupos para realizar las prácticas de laboratorio, porque apenas cabían 20 en el aula.
La Oficina de Planificación del Sector Universitario estimó que 32.779 jóvenes aspiraban estudiar Educación a principios de la década del 2000. En aquel tiempo, fue la tercera profesión más demandada en educación superior. Quienes querían ser maestros podían cursar una carrera corta de 6 semestres y titularse como técnicos, o escoger entre 36 especialidades en carreras largas y egresar como Licenciado en Educación o Profesor. Este último título solo lo otorgan los núcleos de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (Upel). Su sede rectoral es el Instituto Pedagógico de Caracas.
Julio fue uno de los 46.583 estudiantes de pregrado de la Upel en 2001. En los años que siguieron, la universidad experimentó un aumento de la matrícula. Llegó a tener 100.066 alumnos en 2009, la cifra más alta en los últimos diez años, con casi 20.000 nuevos ingresos. En 2014 los números comenzaron a bajar, y hoy la Upel tiene 38.510 jóvenes en formación. Los indicadores del desempeño económico del país también cayeron en 2014. Venezuela alcanzó la inflación más alta del mundo. El Producto Interno Bruto se contrajo a tal punto que el país entró en recesión. El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social registró al menos 9.286 protestas en todo el país. En las manifestaciones de los primeros cinco meses fueron asesinadas 42 personas.
Ese mismo año, el gobierno venezolano creó la micromisión Simón Rodríguez para la formación de maestros, reconociendo el déficit de docentes en la educación media. En un documento que resume el proyecto, se lee que el cálculo preliminar de las necesidades docentes de Matemáticas era de al menos 1.500 profesionales.
“Cuando el costo de la vida se encarece, baja el número de estudiantes que se forman en la docencia”, dice Carlos Calatrava, director de la escuela de Educación de la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab). “Hay que considerar que muchos de los jóvenes en esta carrera vienen de sectores vulnerables. Es un perfil que se ha visto siempre. Al sumar ambos factores, la zona popular de origen con la crisis, tienes un hogar con miles de problemas que resolver a diario. La universidad es lo último de la lista”.
La Ucab tenía en 2012 alrededor de 1.200 alumnos de Educación. Al comenzar el semestre de abril de 2021 se contaron 265. “Esta reducción ocurrió en los últimos 8 años. Hoy la tendencia muestra que los números no seguirán bajando, aunque tampoco suben”.
En el Pedagógico de Caracas egresaron 14 profesores de Biología en 2019, según el último boletín estadístico disponible en la web de la universidad. No hubo nuevos inscritos en el área ese año. El decano Juan Acosta Bool explica que las especializaciones científicas son las más afectadas. “Mientras que en Educación Física, Educación Inicial y Educación Integral tenemos graduaciones de hasta 50 alumnos, en el área de ciencias hay apenas dos o tres por departamento”.
Julio habla con sus viejos profesores por teléfono y los escucha decir que tienen solo tres estudiantes por salón. Son docentes de asignaturas de los primeros semestres. Una profesora le cuenta que antes de la pandemia daba dinero en efectivo a sus alumnos para que pagaran el pasaje hasta la universidad. Había visto que los que vivían más lejos y usaban transporte público faltaban a clases o no llegaban a tiempo, y terminaban por abandonar el pregrado. Otros dejaban de ir para buscar empleo. Julio dice que trabajó para pagar sus estudios, “pero ahora los muchachos tienen que decidir entre una cosa y la otra”.
Julio levanta pesas desde los 16 años. Entrenó en el gimnasio de halterofilia del Pedagógico de Caracas todos los días, hasta que pudo elevar sobre su cabeza una barra de 100 kilos en un solo movimiento. Su hermano mayor lo vio convertirse en un muchacho fuerte, y cuando Julio entró en la universidad le propuso trabajar como guardia de seguridad en locales nocturnos para que ganara su propio dinero. Le enseñó las tácticas para detectar armas y drogas ocultas en la ropa de la gente, y lo envió a una entrevista en una discoteca en Plaza Venezuela. Julio salía a las 3:00 de la madrugada del trabajo y llegaba a la universidad cuando el día empezaba a aclararse. Dormía en un banco de madera, detrás de las escaleras de la Galería de Arte, hasta que llegaba la hora de ir a la primera clase. Durante cinco años, fue alumno, atleta, y vigilante. También fue presidente del Centro de Estudiantes de Biología y Química desde 2004, convirtiéndose en el último dirigente estudiantil electo en ese departamento.
Dejó las discotecas, las pesas y la política para dar clases de bachillerato en 2006. Era maestro por las mañanas y estudiante por las tardes. Julio tardó 15 años en completar un pregrado de diez semestres y se graduó en 2016, en un país hiperinflacionario y con desabastecimiento.
Julio Mayor dice que el Instituto Pedagógico de Caracas fue su segunda casa. Representó a la universidad en competencias de levantamiento de pesas y fue dirigente estudiantil. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.
Julio Mayor dice que el Instituto Pedagógico de Caracas fue su segunda casa. Representó a la universidad en competencias de levantamiento de pesas y fue dirigente estudiantil. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.
Educadores y pobreza
Julio es el único de sus tres hermanos con un título universitario. “Me sentía orgulloso al decir esto en el pasado. Hoy me da tristeza. Soy el único profesional de la familia y soy el que tiene menos”. Trabaja 36 horas académicas en la Unidad Educativa Nacional Felipe Fermín Paúl, cuya nómina depende del Ministerio de Educación. Julio es profesor de Biología en los tres primeros años de bachillerato. También da clases de Química a los estudiantes de noveno grado porque la institución no ha encontrado un nuevo profesor en esa área desde 2016.
“Cuando era estudiante el dinero alcanzaba para todo. Era rico y no lo sabía”. Julio invertía el salario que ganaba como guardia de discoteca en útiles escolares y libros nuevos. También pagaba los gastos de traslado y hospedaje cuando se hacían trabajos de campo en el Pico Codazzi. Compraba ropa en las ferias de artículos deportivos del departamento de Educación Física y cada año usaba un nuevo par de zapatos. Lo que más quería era un carro. Recordaba que todos sus profesores de bachillerato, en la década de los 90, tenían uno. En 2007 usó sus ahorros para pagar un Chevrolet Monte Carlo de mil dólares (6 millones de bolívares en aquella época).
Hoy Julio tiene 42 años. Vive con su madre, Miradis, en el barrio El Carmen de la parroquia Antímano, al oeste de Caracas. Dice que no es un hombre religioso, pero en la casa abundan figuras de la Vírgen, cruces, y rosarios. En la entrada hay una Biblia abierta. “Esta casa no es mía. Ahí están los verdaderos dueños”. Julio señala una vieja fotografía de una pareja de recién casados. Son sus bisabuelos, quienes construyeron la vivienda dos generaciones atrás. “Yo no tengo dinero para mudarme a un lugar propio”.
Si eres docente en Venezuela no puedes tener una familia. Eso dice Julio. En los autobuses que van hacia el oeste de la ciudad, ve que hombres y mujeres piden dinero para sus hijos enfermos. No sabe si las historias son reales o falsas. Solo le asustan. “Me digo a mí mismo que eso no es para mí. No me imagino pasando roncha para buscar un medicamento o salir corriendo a un hospital y que no haya recursos. ¿Cómo voy a tener una familia si ni siquiera tengo una casa que sea mía?”.
Julio se inscribió en la maestría de Educación Ambiental en el Pedagógico de Caracas a finales de 2017. No llegó a completar siquiera el primer semestre. Una noche se sentó a cenar y vio a su madre servir una arepa sola, sin relleno, para cada uno. No había queso ni jamón ni carne. Julio sintió tanta tristeza que perdió el apetito. “¿Cómo voy a seguir estudiando si no tengo para comer?”. Por primera vez pensó que tener solo un trabajo no era suficiente.
Dejó la maestría para “llenarse de horas”: buscó empleo en otros planteles. Siguió dictando clases en el liceo público y consiguió una plaza en un colegio de educación especial. También trabajó en el colegio privado en el que había terminado su bachillerato, y los sábados dictaba clases para adultos.
Confiaba en que el nuevo contrato colectivo mejoraría la situación en los años venideros. El Ministerio de Educación firmó en abril de 2018 la convención colectiva del sector. Prometió ocho aumentos salariales hasta enero de 2020, aumento de primas, nuevos bonos y cuatro meses de aguinaldos. Cuando Aristóbulo Istúriz fue nombrado ministro de Educación, en septiembre de 2018, los avances se paralizaron. Ese mes los docentes de todos los rangos cobraron salario mínimo.
La hiperinflación consumió los ingresos. Lo que Julio ganaba a mitad de 2018 en un colegio privado alcanzaba solo para comprar una taza pequeña de café a finales de ese año. Discutía con su novia todos los días por la falta de dinero. Ella quería una vida juntos. Le pedía que cambiara de empleo porque en Venezuela no era posible comer y ser maestro. Por primera vez Julio pensó que ser profesor no era suficiente.
Desmanteló poco a poco el Chevrolet Monte Carlo que había comprado en 2007 y vendió cada pieza. Dejó los planteles privados y volvió a pedir trabajo en las discotecas. Un bar en un centro comercial al este de la ciudad lo contrató como personal de seguridad. Allí duró siete meses.
Julio recuerda 2018 como “un año terrible”. En medio de la crisis, el gobierno lanzó un programa de recuperación económica, que incluía el aumento del precio de los servicios públicos y la reconversión monetaria para introducir el bolívar soberano. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe advirtió que a 100 días del lanzamiento de las medidas la inflación seguía acelerándose. Los docentes no podían cubrir la canasta básica. “Los incrementos salariales decretados por el gobierno no se reciben de forma oportuna y se diluyen debido al proceso hiperinflacionario que atraviesa el país”, se lee en un reporte publicado ese año por veinte ONG. Advertían que Venezuela se encontraba en una emergencia humanitaria compleja.
La inflación no solo impacta a la educación pública. Los aumentos de la matrícula en escuelas privadas están 51,4% rezagados en relación con la variación de precios en los alimentos entre enero y mayo de 2021. Giorgio Cunto, economista de la empresa de análisis macroeconómico Ecoanálitica, explica que esto afecta al docente por cuanto los ingresos de los profesores dependen de las matrículas escolares. “Lo que los números reflejan es que el aumento es insuficiente para cubrir cualquier otro rubro básico, como alimentos, salud y transporte”.
La crisis ascendente en el sector tiene mucho más tiempo, dice la dirigente sindical Raquel Figueroa. “Cuando el ministerio de Educación estuvo a cargo de Antonio Luis Cárdenas y Gustavo Roosen, entre los 80 y 90, se presentó un informe presidencial sobre la crisis educativa. En aquel entonces se perdían educadores en niveles de educación básica y se requería atender el problema con presupuesto. Veníamos del Viernes Negro y de medidas económicas que desencadenaron situaciones alarmantes para el financiamiento real de la educación”.
Sin embargo, Figueroa considera que nunca había visto “una crisis tan fatal de las condiciones laborales y de la carrera docente”. La dirigente sindical dice que el salario es una figura que “se anuló en la crisis, y eso arrastró también a la seguridad social. Esta quedó tan rezagada que podríamos decir que no existe. Hemos llegado a un punto en el que no tenemos ni seguro funerario, y debemos organizar colectas para ayudar a nuestros colegas cuando un familiar fallece”.
La Unesco explica que la motivación de los docentes depende en parte de una remuneración adecuada a sus horas de trabajo. Cuando los profesores no tienen suficiente dinero para vivir, es común que recurran a un empleo secundario. A la larga, esta forma de subsistir puede socavar su motivación para desempeñar su trabajo principal y conducir al maestro a un mayor ausentismo, como lo documentó la ONG Save The Children durante sus labores en África en 2011.
Figueroa no solo documenta casos de maestros que buscan ingresos extra en la vigilancia, la limpieza de casas, y el cuidado de niños. Los educadores que tienen la posibilidad de convertir sus salas en un pequeño salón de clases dan tareas dirigidas. Los que reciben las bolsas de alimentos del gobierno se ven obligados a vender uno o dos productos, y usan el dinero para pagar el pasaje del transporte público.
También hay algunos que ofrecen comida preparada, son taxistas o trabajan en almacenes. Noelbis Aguilar, directora nacional del Programa Escuelas Fe y Alegría, conoce docentes que se dedican a estas actividades paralelas en las 177 escuelas del proyecto. En los planteles fuera de la capital hay maestros que cuidan fincas. Los profesores de escuelas técnicas e industriales prestan servicios de mantenimiento, como reparaciones de equipos eléctricos.
Antes de la pandemia ya se registraba la reducción de personal. Cuando Aguilar asumió la dirección de Fe y Alegría, en 2013, contaba con 10.500 personas, entre directivos, docentes, personal administrativo y obrero. En 2019, la nómina se había reducido a 7.800 personas, “con una plantilla de directivos y profesores de casi 6.700 profesionales”. Ese año, el déficit de profesores se agudizó durante los apagones nacionales, sobre todo en el interior del país, debido a las dificultades para acceder a dinero en efectivo y al transporte público.
Los apagones obligaron a suspender las clases en colegios y liceos por más de dos semanas, durante el segundo lapso del año escolar. Por primera vez, Julio estaba en casa sin hacer nada. Uno de sus hermanos le preguntó si quería ganar dinero. Le presentó al dueño de una distribuidora de alimentos y lo llevó hasta un camión lleno de comida. El jefe pidió a Julio que descargara la mercancía. Vio que era fuerte, rápido y que no se cansaba con facilidad, y le pidió que se quedara con el empleo.
Julio recibía el llamado para trabajar y descargaba bultos de pollo, carne y verduras. En un día ganaba 20 dólares. Conservó el empleo durante las vacaciones escolares. Trabajó dos meses en la distribuidora y usó parte del dinero para comprar un teléfono inteligente de 50 dólares.
Julio Mayor usó el dinero que ganó como guardia de seguridad en discotecas para comprar libros nuevos de Biología y Ciencias Naturales. Todavía hoy los conserva y los usa para preparar sus clases. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.
Julio Mayor usó el dinero que ganó como guardia de seguridad en discotecas para comprar libros nuevos de Biología y Ciencias Naturales. Todavía hoy los conserva y los usa para preparar sus clases. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.
Buenos docentes, mejores escuelas
Julio trabajó por cuatro años en un liceo dominado por tres bandas juveniles, que amenazaban a los maestros y distribuían droga. En febrero de 2015, asesinaron a un liceísta de 16 años dentro del plantel. El muchacho murió por un disparo en la cabeza. Se supo que un compañero de quinto año buscó a un hombre para cometer el crimen, pero nadie entendía por qué. Julio no estaba ese día en la institución. Cuando le dijeron el nombre del muchacho asesinado comenzó a llorar. Era uno de sus estudiantes.
Un año después, Julio participó en un taller sobre responsabilidad penal del adolescente. En el liceo donde trabaja hoy creó una cátedra antidrogas, usando lo aprendido en las clases del profesor Hernán Matute en el Pedagógico de Caracas. La directiva también le ofreció dos horas académicas para clases de orientación.
La decisión de Julio de transformar el aula en un lugar de conversación no es arbitraria. Quería ser profesor toda su vida, siempre que fuera un buen maestro. La formación constante y la capacidad de impulsar habilidades cognitivas y no cognitivas están entre los indicadores para medir la calidad docente. Luisa Pernalete, profesora del Centro de Formación e Investigación Padre Joaquín de Fe y Alegría, dice que “para que el aprendizaje sea significativo el maestro debe mantener un diálogo con sus estudiantes, e incluso preguntar qué les gustaría aprender o qué les da curiosidad sobre algún tema”. Los profesores no solo enseñan contenidos temáticos, también moldean actitudes. Para muchos estudiantes, los maestros son los adultos con quienes más interactúan. Pueden convertirse en los primeros modelos a seguir fuera del hogar.
El déficit de personal docente calificado compromete la calidad educativa. Se necesitan 69 millones de docentes en todo el mundo para garantizar la universalización de la enseñanza primaria en 2030, según la Unesco. Sin embargo, no basta con realizar reclutamientos masivos. El organismo advierte que muchos países han aumentado su número de docentes contratando candidatos sin calificaciones adecuadas, lo que “puede servir para que más niños asistan a la escuela y mantener el PTR (razón alumnos-docente) más bajo, pero también puede poner en peligro la calidad de la educación”.
En 1991 se estableció el Reglamento del Ejercicio de la Carrera Docente, un proyecto que nació en el Colegio de Profesores de Venezuela y en el que participaron las federaciones magisteriales. Roger Zamora, miembro del Colegio y abogado laboral, dice que fue un instrumento innovador porque reguló desde la remuneración hasta el ingreso del maestro al sistema educativo. El ministerio publicaba en los diarios nacionales la lista de instituciones que requerían docentes. Los que atendían la solicitud competían por el cargo. El entonces ministro de Educación, Gustavo Rossen, dijo que “por primera vez en la historia de Venezuela” los maestros ingresaban al sistema por un concurso de méritos y no “por señalamientos políticos”. Roger Zamora recuerda que “los profesores estaban cada vez más interesados en formarse, en cursar postgrados y maestrías, porque eran seleccionados los mejores”.
El reglamento está vigente. Sin embargo, a partir del año 2000 se disolvieron en la práctica los comités y las juntas calificadoras, encargadas de evaluar las credenciales de los profesores y asignarles un rango en el tabulador salarial. Zamora explica que los cambios comenzaron con el Decreto Presidencial 1011, que creó una figura de supervisores que podían ser nombrados directamente por el ministro de Educación de turno.
Para cubrir el déficit de maestros, el gobierno creó la micromisión Simón Rodríguez en 2014 y cuatro años después fundó la Universidad Nacional Experimental del Magisterio Samuel Robinson —de la que se desconoce la matrícula actual—. En 2018 creó el plan Chamba Juvenil, que ofrece un enlace a la micromisión para formarse en el área de Educación. Los participantes realizan un curso de inducción de 12 semanas, y queda de su parte continuar estudios para obtener la licenciatura. El programa promete la inserción laboral de los chambistas y su incorporación como docentes al sistema educativo. Recientemente, el programa ha devenido en una ley.
La Dirección General de Gestión Humana del Ministerio de Educación presentó a las organizaciones gremiales en 2019 un informe sobre el número de maestros venezolanos, de cara a la segunda convención colectiva. Los datos revelan que más del 50% de los educadores en el país son interinos. La Unidad Democrática del Sector Educativo advierte que gran parte de ese grupo son personas formadas en misiones y programas del gobierno.
Hoy no existe una política unificada para que los profesores recién graduados inicien su carrera como docentes en el sistema público. Hay planteles nacionales en los que las organizaciones comunales se encargan de evaluar el ingreso de maestros de los colegios de su zona, siguiendo las directrices de la resolución 058. Hay liceos que aplican concursos internos. En Fe y Alegría se han presentado casos en los que los padres se ofrecen a dar clases en la sección donde estudian sus hijos.
“La mala enseñanza no es culpa de los maestros, sino el resultado de políticas a nivel de sistema que no reclutan, preparan, apoyan, administran y motivan a los maestros de manera adecuada”, insiste el Banco Mundial. El cierre de las escuelas en la pandemia de covid-19 profundizó la desmotivación de los docentes que, como los alumnos y sus familias, padecen desgaste emocional, agobio y estrés en esta crisis sanitaria.
Las escuelas venezolanas cerraron en marzo de 2020. Julio sintió el mismo vacío que vivió durante los apagones el año anterior. Estaba encerrado en casa y los ingresos como profesor apenas alcanzaban para un kilo de harina o vísceras de res. Hizo lo mismo que en 2019: buscó un nuevo empleo.
Julio Mayor vive en una de las tres casas que sus bisabuelos construyeron en la parroquia caraqueña de Antímano. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.
Julio Mayor vive en una de las tres casas que sus bisabuelos construyeron en la parroquia caraqueña de Antímano. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF.
Un sistema roto y la pandemia
Julio miró a su alrededor y sintió rabia. Solo tenía en su habitación una computadora portátil que el Ministerio de Educación repartió a los docentes de su liceo. La Canaimita tenía defectos de fábrica. La batería no se recargaba y la tarjeta de conexión al Wi-Fi estaba quemada. No tenía dinero para reparar el equipo. Tampoco para contratar un servicio de internet fijo. Julio debe invertir el 57% de su salario docente para pagar un mega de conexión.
La rabia explotó un día mientras hablaba con la directora del liceo. A principios de la pandemia, pidió que no lo incluyeran en la lista de profesores con teléfonos inteligentes. Dijo que para enviar y recibir guías de estudio en Whatsapp debía pagar al menos dos millones de bolívares para mantener el plan de datos. Esa era toda su quincena. Dijo que tampoco confiaba en las clases por teléfono. A la directora no le gustó su respuesta y lo tachó de irresponsable. Julio no la vio más después de la discusión. Se fue diciendo que no sería parte del plan de educación remota, pero no renunció al liceo.
Con tan solo 1,2 dólares al mes su dieta se redujo a sopas y granos. Sufría de cólicos, le dolía el estómago casi todo el tiempo. Comenzó a sentir que su abdomen se hinchaba, y al tocarlo tenía la dureza de un balón lleno de aire. En un ambulatorio le dijeron que tenía una infección bacteriana e inflamación del colon, y el doctor le recetó un antimicrobiano por un mes. Julio compró una caja de 30 tabletas de metronidazol y se quedó sin quincena.
Comenzó a trotar cuando dejó de sentir los dolores abdominales. Corría 5 kilómetros diarios. Una mañana, en el camino de regreso, escuchó una voz familiar que lo llamó por su nombre. Cuando alzó la mirada reconoció a un compañero de la escuela. Su viejo amigo le contó que en la Ucab necesitaban vigilantes y le dejó el teléfono de la compañía de seguridad.
Julio patrulla los pasillos solitarios de la universidad desde el 28 de mayo de 2020. Cuando escucha a los grillos y las ranas en sus guardias nocturnas siente que, al menos, está acompañado por los animales. Le recuerdan que fue por ellos que escogió especializarse en Biología. Durante el día, la pandemia mantiene a los estudiantes lejos. Julio se asoma por las ventanillas y ve los pupitres vacíos. Le recuerdan que él tampoco está en el aula.
En un día como vigilante cobra lo que el Ministerio de Educación paga en un mes. A veces sus compañeros se ríen de él porque habla solo. Julio les dice que “está echando lápiz”. Saca cuentas mentales de los gastos diarios y planifica los que vendrán. Para ganar 30 dólares a la semana trabaja horas extra. Junta la jornada nocturna con la diurna, y cuando llega a casa al día siguiente siente que las piernas flaquean.
Un viejo amigo lo acompaña en la salida. Es también profesor, pero de Matemáticas. Cuando no está en la vigilancia, gana dinero ofreciendo clases particulares. “Él tiene suerte”, dice Julio. “Nadie paga por tareas dirigidas de Biología”. Se despiden en la entrada del barrio El Carmen y Julio camina hasta el final de la calle ciega, con la mirada siempre al frente. No quiere ver el esqueleto oxidado de lo que alguna vez fue su Monte Carlo, hoy oculto bajo el chasis de otro auto desmembrado. Sube once escalones de un pasaje estrecho y llega a casa.
A un lado de la cama tiene un maletín marrón lleno de papeles. Dentro guarda una carpeta azul con los certificados de sus talleres sobre educación, drogas y derecho; su acreditación como locutor, y su título de bachiller. Saca también del maletín una carpeta verde. Allí están “los papeles para irse”. Notas certificadas, copias del título, título en fondo negro.
Para algunos, migrar es la solución. El abandono de las aulas ha sido documentado por ONG venezolanas, cuyos reportes han llegado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). La Comisión advirtió en su informe anual de 2020 que la crisis económica “ha llevado a que muchos docentes se vieran forzados a migrar debido a la nula o baja remuneración que reciben, que no supera los 8 USD mensuales”.
Un compadre que vive en Perú le promete ayudarlo si decide irse del país. Julio no ha hecho ningún plan. Tampoco tiene dinero para ahorrar. Solo tiene su carpeta verde, llena de papeles.
―Allí guardo mi vida como profesor. Allí tengo todo lo que necesito.
Al otro lado de la cama guarda una guía de química orgánica con la que estudió en el Pedagógico de Caracas. También hay una pila de libros de Biología y Ciencias Naturales, que usaba para preparar sus lecciones cada semana.
―¿Después de la pandemia volverá al liceo?
―No he dejado de ser el profesor Julio. Pero no sé si regrese al aula.
Créditos
Dirección general: Ángel Alayón y Oscar Marcano
Dirección de fotografía: Roberto Mata
Jefatura de investigación: Valentina Oropeza
Jefatura de diseño: John Fuentes
Montaje: Indira Rojas
Edición: Valentina Oropeza, Ángel Alayón y Oscar Marcano
Fotografías: Alfredo Lasry | RMTF
Caracas, 12 de julio de 2021